Programar a concurso cuatro películas que acaban de ser presentadas hace apenas un mes en Documenta Madrid tiene sus ventajas y desventajas. Lo positivo es que tanto The act of killing (2012) de Joshua Oppenheimer y Christine Zynn como El alcalde (2012) de Emiliano Altuna, Carlos F. Rossini y Diego Osorno, Elena (2012) de Petra Costa y Google and the world brain (2012) de Ben Lewis cuentan con un interés añadido de partida, posibilitándose de esta forma al público catalán el visionado en pantalla grande de unos trabajos a los que sería complicado acceder de otra forma. Lo malo es que se corre el riesgo de duplicar galardones que es lo que ha ocurrido con el primero de los títulos citados.
The act of killing ganó el primer premio del jurado y el premio del público en el certamen madrileño y se acaba de hacer con el trofeo a la mejor película en el concurso barcelonés. No es que esto sea intrínsecamente bueno ni malo pero sí que ubica de alguna forma al certamen catalán como deudor del madrileño. Máxime con el cambio de fechas que ha sufrido este año. Las películas repetidas se podría haber proyectado fuera de concurso y todos contentos.
Aunque siendo fieles a la realidad, lo cierto es que la versión de The act of killing que hemos visto en Barcelona no es exactamente la misma que la exhibida en Madrid. La que ganó Documenta dura 115 minutos y la triunfadora aquí unos 145 aproximadamente. No he visto la versión corta, así que les comento el “director´s cut” que me temo ha de ser bastante inferior a su versión abreviada.
The act of killing enlaza en cierta forma con parte del discurso que mantiene Mauricio Fernández, el alcalde de la película mexicana de igual título. Fernández habla desde la impunidad que le proporciona su cargo acerca de las tropelías que comete a diario para mantener al crimen organizado fuera de su municipio. Sorprende para el espectador europeo ese desparpajo en sugerir o directamente afirmar cosas que en un país en el que funcione cierta justicia le valdrían una casi segura destitución.
Los protagonistas del largo de Joshua Oppenheimer y Christine Cynn son algunos de los genocidas que en 1965 participaron en el asesinato de más de un millón de personas durante la revolución que acabó con el régimen de Sukarno y llevó al poder al movimiento 30 de septiembre. Un poder que los herederos de la revuelta siguen ostentando. Oppenheimer y Cynn se centran en dos de estos genocidas (¿harían casting?) y les siguen en sus paseos comentando decapitaciones, torturas y asesinatos con la alegría nostálgica de dos abuelitos que rememoran sus aventuras de juventud. Esta discontinuidad emocional entre el contenido del discurso y la actitud al enunciarlo es lo que inspiró a sus creadores la ocurrencia en la que se basa su trabajo. Anwar Congo y sus amigos genocidas se ven a sí mismos y sus actos como si fueran parte de una de las películas de Hollywood que Congo contemplaba en el cine en el que trabajaba vendiendo entradas antes de incorporarse a la lucha armada. Así que, pensaron sus responsables, la mejor forma de visualizar la experiencia de los ancianos asesinos y de filmar la distancia que separa los hechos atroces de su manera de enunciarlos es pedir a los genocidas que recreen ante la cámara sus barbaridades utilizando las claves genéricas (cine negro, musical) que deseen. El equipo de documentalistas grabaría esa experiencia extrema.
En teoría, todo muy bien y vendible en un pitching. Pero un rodaje no se improvisa; puedes darle un lienzo en blanco, pinceles y acuarelas a cualquiera y algo pintará pero dos personas solas sin experiencia cinematográfica no pueden ser responsables de llevar a buen término un rodaje. Ni saben, ni tienen por qué saber las claves de cine negro y del musical con las que supuestamente desean narrar sus crímenes. De hecho, no tienen porqué ni siquiera saber cómo se planifica una secuencia, cómo se compone un plano, qué es un contracampo etc. Y mucho menos actuar (que, por otro lado, es lo que mejor hacen)
Con lo cual, según avanza el metraje, es cada vez más obvio que las recreaciones de los crímenes no son tanto obra de sus auténticos responsables como de los directores que los utilizan para su supuesto experimento que a la postre no es más que una muy extrema variación de “mockmentary” que no se reconoce en ningún momento como tal.
Tiene el “director´s cut” de la película el hándicap añadido de su desmesurada duración. Lo que funciona durante la primera media hora pierde su efectividad al repetirse una y otra vez. Las conversaciones entre los dos asesinos haciendo chistes sobre sus crímenes pierden su efectividad al repetirse constantemente lo que, dada la dureza de las confesiones, se revela como un problema importante.
Según avanza la (interminable) proyección queda cada vez más claro que la mano de los directores está presente tanto o más en las recreaciones cinematográficas que en lo estrictamente documental. ¿Quién ha escrito los diálogos de la larguísima secuencia del interrogatorio? ¿Quién ha planificado la secuencia musical? ¿Quién ha diseñado el vestuario? ¿Quién ha dirigido a Congo interpretando a una de sus víctimas? Aunque dos de sus responsables confesaran en el coloquio posterior a la proyección que para las recreaciones usaron los medios técnicos de un canal de televisión, resulta evidente, para cualquiera que haya tenido algo que ver con la producción audiovisual, la inmensa impostura que supone esta película. Una impostura cuya materia prima son, recordémoslo, más de un millón de muertos.
Dicho esto, sí que hay momentos estrictamente documentales muy interesantes, especialmente cuando Congo comienza a tener arcadas al regresar a lugar de las atrocidades de las que supuestamente estaba muy orgulloso (“su mente decía una cosa y su cabeza otra”) que quizás en la versión corta cobraran su debido protagonismo frente a la interminable pretenciosidad del arty “director´s cut”.
El premio “Nuevo Talento” fue a parar a El Salvavidas (2012) de Maite Alberdi, película chilena que narra la rivalidad entre dos salvavidas. Uno responsable, y el otro lento e indolente. El “Teens & Docs” fue otorgado a En un chip multicolor. La vida de Neil Harbisson (2012) de Roger Soldevila, Isaac Martínez y Josep Parés que dedica 45 minutos a contar la historia de un catalano-irlandés que ve en blanco y negro y que lleva un dispositivo en la cabeza para poder “sentir” los colores. El “Premio del Público” fue a parar a Con mi corazón en Yambo (2011) de María Fernanda Restrepo sobre la búsqueda de la directora en el Ecuador actual de sus dos hermanos desaparecidos en 1988. La “Mención Especial del Jurado” fue para la incursión de Eva Vila en el mundo gitano barcelonés con Bajarí (2012).
Un “Docs Barcelona”, el de este 2013 que, a pesar del cambio de fechas y el buen tiempo reinante en la calle, ha experimentado un aumento de público en sus proyecciones y en el que lo mejor sigue siendo la posibilidad de mantener un coloquio en caliente con los responsables y/o protagonistas de las películas en la misma sala una vez acabada la proyección.
Sería estupendo que extendiera su programación a una semana completa manteniendo, eso sí, el mismo espíritu.