El diccionario de la RAE define el término disidencia como un “grave desacuerdo de opiniones”. Ante dicha definición, muchos filólogos exigentes se quedarían incluso satisfechos sin advertir que en ella misma se encuentra el inquietante germen psico-político de la dominación blanda (y por eso mismo más totalitaria) de las modernas democracias occidentales. Tanto es así que, muy probablemente, el único terreno significativo en el que todavía es posible llenar de peligrosidad el gesto disidente sea la poesía en tanto que ámbito regenerador del lenguaje.
Sí señores. Porque la disidencia no es en ningún caso una disparidad de criterios. No en vano Noam Chomsky ya observó, en un análisis de extraordinaria lucidez, que una de las más eficaces estrategias del poder para mantener su legitimidad es la de promover acalorados debates entre posiciones enconadamente enfrentadas pero que en ningún caso escapan del marco de lo políticamente correcto y aceptable. Mucho ruido y pocas nueces, que diría el dramaturgo. Mucha sensación de pluralidad y disidencia cuando en realidad no dejan de agostarse los márgenes de lo pensable.
Los irreductibles posmodernos, en sus fuegos de artificio dialécticos, en su justificación estúpida de la realidad como lo que alcanza un estatus de representación (Hegel mediante) neutralizan el concepto de exterioridad. ¿Qué podría ser tal cosa, si lo único existente es el discurso? Es en ese nudo de apariencia indisoluble en donde necesitamos la navaja de la disidencia otra. Aquella que comporta la rehabilitación de las condiciones de posibilidad de la exterioridad. De otro modo sólo conseguimos seguir levantando acta del desastre y, paradójicamente, colaborar en la incesante renovación del espectáculo.
Y ahí la poesía deja de ser un producto cultural, una mercancía amable o incluso un modo de denuncia, para convertirse en la actualización de lo impensable. La poesía se materializa en la irrupción de lo exterior cuando los apparátchiki de la intelligentsia ya lo habían dado por muerto. La brecha continúa abierta. Se asalta la cotidianidad. Se hace desgañitarse al lenguaje en las salas repletas de muerte de los museos.
Así que lejos de discutir (del latín discutĕre, disipar) el disidente quiere entorpecer, producir cortocircuitos en el sistema, poetizar lo imposible. Habita la exterioridad que él mismo produce y solamente acepta participar al modo en que un hacha percute contra la estupidez.
Digo todo esto porque ha llegado a mis manos la Antología de Poesía Crítica que ha reunido Alberto García Teresa bajo el título de “Disidentes”, y que como dice el propio compilador en el prólogo, “ pretende ser un repertorio completo y exhaustivo de poetas críticos españoles en lengua castellana contemporáneos”.
Desde ese presupuesto no debe extrañarnos que el resultado final sea muy desigual. Valga, en cualquier caso, el esfuerzo de García Teresa para proporcionarnos una idea aproximada del paisaje actual de la disidencia española. En él, inevitablemente, aparecen poéticas que pensándose profundamente subversivasno dejan de ser una justificación implícita del estado de las cosas, disparando una rebeldía de corto alcance que parece tan sólo pretender una distribución más justa de los bienes y servicios que produce esa monstruosidad a la que llamamos sociedad capitalista. Pero a su lado, como una cartografía paralela, se levantan voces capaces de seguir significando el afuera. Entre esos francotiradores del extrarradio permanece nuestra esperanza del sabotaje permanente y selectivo: David Benedicte, Patricio Rascón, Ana Pérez Cañamares, María Eloy-García… son sólo algunos de esos valientes que continúan manipulando los explosivos.
La franquiciada de la ira
yo el estimado cliente
la distinguida señora
la señora doña
la receptora de afectuosos saludos
de los abrazos
de los felices años
de las felices fiestas
de las condecoraciones
y de los accésits
estoy cansada de los gestos blancos como las marcas
de las opiniones neutras
de los saludos tibios
estoy cansada de que abismo
sea una plácida tiniebla con pedagogía
muerte al pedagogo y al psicólogo
muerte al sociólogo y al payaso sin fronteras
cansada de la tierna tinta sobre el mundo
quiero situarme frente a frente
levantar las manos hartas de lo supuesto
reventar el instante de toda dinámica tranquilizadora
darle photoshop a la memoria
vectorizar mi miedo en dos líneas solo
inventar luego su textura
y drogarme con la idea de la guerra abierta
de ser infeliz a todas horas
que os den por el culo miserables
porque la estimada la distinguida la señoradoña
piensa clama y ruge
no me daréis más tranquimazin para la calma
os lo digo para que podáis entenderlo
soy una franquiciada de la ira
porque sé que el estrés es la esquina
donde partís nuestra espalda nueva
nos llenáis de cadenas de alimentos de moda
nos llenáis de cadenas
pero a todos en nuestro diagnóstico soledad
nos duele el alma a la altura de su vacío
María Eloy-García