El caballo quedó atrás, solo, desvalido, con el vientre destrozado por el filo de los cuchillos y el último alarido escondido en su garganta.
Y luego el mar, las viejas sirenas que ya no deseaban enamorar a los marineros derrotados. Su atractivo se había perdido en la historia y la literatura, y ya solo buscaban permanecer quietas, escondidas en sus casas.
Por eso cuando el barco llegó a tierra y cuando él la vio y ella lo miró y siguieron mirándose y paseando por el palacio y el bosque sin puertas de entrada y salida, como si bailaran la danza de una ópera barroca que alguien inventaría siglos después, y cuando él le hizo el amor y ella le hizo el amor y sus gritos resonaron en el único mundo donde ellos podían encontrarse y reconocerse, y él le dijo que debía continuar su camino y ella le dijo que se moriría si él se marchaba. Cuando empezó el mito sin que ellos se dieran cuenta.
Por eso yo llegué a Túnez en busca de una leyenda.
Y terminé en el desierto mirando las estrellas, a tu lado, amándonos y contándonos historias de fantasmas, de batallas míticas y viejas sirenas, porque teníamos tanto que decirnos y que recordar.
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(El cuadro es «Eneas contándole a Dido las desgracias de Troya», de Pierre-Narcisse Guérin, 1815, París, Louvre. La segunda foto es el desierto del Sáhara)