La Tarántula, mayo de 2015
Querido A… Alguna vez te oí comparar las dimensiones de tu ignorancia con las de un océano de confines insospechados, mar descomunal y sin orillas, irreductible a cartas de navegación. Abandonada la tierra madre, sin embargo, tú y yo seguimos remando cada día en nuestra cáscara de nuez, y así vamos llegando a islas que forman parte de archipiélagos que pertenecen a países que integran vastos continentes de conocimiento insospechado y formidable… ¿Alguna vez oíste hablar de Hayashi Fumiko? Claro que no, pero descuida, en Japón nuestro nombre es todavía más desconocido, impronunciable y fácil de olvidar. Cuando termines esta carta, ya lo verás, el de esta mujer ya no se te olvidará.
Segunda pregunta, un poco más difícil: ¿cuándo y quién nos hizo esta incurable herida de abandono, este hondo tajo por el que se nos van las fuerzas, la vida? ¿De qué turbio manantial fluye esta debilidad, esta indefensión? ¿Por qué algunos ni siquiera son —de acuerdo, somos— capaces de valerse por sí mismos, y todo su empeño y su mayor afán, la tarea cotidiana a la que consagran sus pocas fuerzas y su mucha preocupación, es encontrar a alguien que por favor se ocupe de ellos, de nosotros, y nos cuide, nos alimente, nos calme, como hizo mejor o peor la madre que nos expelió al bárbaro mundo?
Calla, calla…
Hayashi Fumiko (“Escritora, reportera de guerra y viajera incansable”) nació en Shimonoseki, Japón, en 1903 y su ópera prima fue este Diario de una vagabunda que escribió entre sus 19 y sus 24 años, una obra que ciertamente parece un diario y casi todo el rato lo es, aunque por momentos el tono y el punto de vista y otras cosas la convierten más en una autobiografía e incluso en lo que los teóricos llamaban novela confesional o del yo, hoy diríamos autoficción. Hija de vendedores ambulantes, ni ella ni sus padres tuvieron donde caerse muertos ni apenas qué comer durante los años que recoge este diario. Quizá “dinero” sea la palabra que más se repite en estas páginas, dinero y otras muchas de su mismo campo semántico y nipón: yenes, céntimos, descuento, ahorrar, comprar… Dinero y también comida: arroz, cerdo rebozado, tofu, col hervida, plátanos… Dinero y comida y también amor: cuerpo, pecho, labios, ternura, amigo, deseo… «Quiero dinero», dice Fumiko, y también: «Quiero comer, dadme de comer», y también «Deseo un amigo. Quiero un amigo que sea así de tierno».
Pero mejor poco a poco. Lo primero que hace Fumiko en su diario es reducir a añicos cualquier tentación que sintamos de idealizar la vida del “vagabundo”, toda idea preconcebida y edulcorada a propósito del “vagar”. Visto desde ese sitio físico y mental donde tú y yo nos acomodamos para leer, lo de ser un vagabundo puede parecer una chulada, algo muy apetecible de practicar en puentes y fines de semana, hasta un modo apasionante de vivir día tras día, sin ataduras y sin rutinas, sin aburrimiento ni obligaciones fiscales, laborales, familiares… No. El vagar de esta muchacha sin tierra y sin hogar, sin dinero y con un estómago que gruñe y reclama lo suyo todos los días y a casi todas las horas, consistió en pasar frío y engañar malamente el hambre, dar tumbos consintiendo las humillaciones y la explotación laboral, acumular deudas y abandonarse a la tentación del alcoholismo y de «desaparecer para siempre», tolerar el maltrato y coquetear también con la posibilidad de ganar un dinero fácil a través de la prostitución: «Si fuera prostituta, no tendría esta fatiga mental. ¡Qué bueno sería! […] ¿No hay alguien que me compre?» Eso y también ir saldando uno a uno los pocos libros que atesora: El único y su propiedad, justamente, por un yen; por un Chejóv quizá un poco más… Y en cuanto a escribir, veremos si después de comprar un poco de arroz aún le sobran unos céntimos para papel donde pergeñar poemas y cuentos infantiles que, con otro poco de suerte, le reportarán algún dinero para saldar lo que debe en la fonda o comprar el billete a la siguiente ciudad.
Hay, ya lo sabes, escritores del crimen y escritores del sexo, escritores del “amor”, escritores del miedo y de la angustia, escritores de la duda, escritores del dolor, de la soledad, de la muerte. Hayashi Fumiko es, en este Diario de una vagabunda, una escritora del H A M B R E. De la pobreza, sí, pero sobre todo del hambre. Lees y se te encoge el corazón, pero aún más se te encoge el estómago, por momentos hasta puedes oír como le rugen las tripas: «No he comido nada desde esta mañana […] El hambre hace que mi cabeza se torne confusa […] Quiero comer, aunque solo sea un puñado de arroz blanco […] Cuando escucho mi estómago gruñir, me pongo triste igual que una niña […] No importa lo que haga, debo comer. ¡Por todas las calles hay muchas cosas apetitosas!» ¿Será la opera prima de Hayashi Fumiko una obra maestra gracias, entre otras cosas, al hambre que pasó mientras la escribía? Así, querido amigo, se reconcilian la vida y la literatura…
Pero digamos enseguida que Fumiko es también una escritora brillante de la tristeza y del deseo, de la nostalgia y de la rebeldía. Hay dentro de este vagar, en el alma de esta vagabunda, según ella misma reconoce, una debilidad de carácter y una peligrosa inclinación hacia la melancolía y la añoranza: «¡con cuánta nostalgia pensé en los otoños de mi lejana tierra!»; hay también una condición reacia al sedentarismo y la sumisión: «soy salvaje por naturaleza. Me angustiaría más mostrarme servil ante las costumbres de una familia rica que hacerme el haraquiri»; hay un latido salvaje: «una inmoralidad salvajemente exagerada y desordenada recorre todo mi cuerpo»; hay una inclinación pesimista y depresiva: «¡Ah! ¡Todo me ha derrotado!»; una pulsión destructiva: «pronto, ¡pum, pum!, partiré el mundo en dos», y también autodestructiva: «Haré pedazos mi capacidad de autoconservación» Hay un deplorable concepto de sí misma («¡Fumiko es una mujer despreciable!», «Soy una mujer que no consigue hacer nada satisfactoriamente») ligado a la incapacidad de valerse por los propios medios («Que un hombre me dé de comer es más amargo que masticar lodo»), y una clara noción del cuerpo como último —si no único— recurso: «Sólo me queda mi cuerpo lleno de sangre apasionada», «Todo se lo dejaré a mi cuerpo saludable». Hay, en fin, un deseo de cambio y de redención: «quiero llevar una vida recta», «Quiero estar tranquila y escribir novelas y poemas», «Quiero tener más años rápidamente y escribir algo excelente», y hay, uniéndolo todo, un candor que sobrevuela muy alto cualquier juicio que se permita emitir el lector: «Igual que una niña, igual que una niña, con candidez cruzaré el mundo», «Flechas y balas, venid volando hacia mí»…
Todas esas sustancias nutren la prosa de Fumiko, que es amarga y apasionada, desesperada y entrañable, inocente y brutal. Y tampoco en esta obra verás la perfección formal de las obras consumadas, producto del oficio y la madurez, de la experiencia, de la contención. Mucho mejor, a que sí. Aún no sé cómo son los libros que escribió Hayashi después de este y hasta su prematura muerte (más de doscientos, informa la solapa…), pero aquí tenía la mirada limpia y toda la fuerza y la frescura, las ganas, la inmediatez y la energía, y con buen criterio ha decidido Virginia Meza, traductora, ofrecer en castellano la versión primera y original, y no la que “completó” la propia Fumiko años más tarde. Si fuera una muchacha de hoy, Fumiko tendría un blog igualmente entrañable y apasionado, inocente y rabioso y amargo y todo lo demás; en él nos mostraría su alma triste y algunas otras cosas, y sin duda su prosa adolecería de torpezas e inexperiencia, albergaría con generosidad erratas y faltas de ortografía, y seguiría conmoviéndonos, removiéndonos como lo hace este monumento a la sencillez, la delicadeza y el buen gusto que es Diario de una vagabunda en la exquisita edición de Satori. Por cierto que la colección de la que forma parte, Maestros de la Literatura Japonesa, hace que me entren sudores y taquicardias: ¡lo quiero TODO y lo quiero en mi mesa YA! Punto y aparte…
Hayashi no tiene tierra natal y sin embargo continuamente piensa en ella, y aquí la traductora aporta su nota más ilustrativa y oportuna: “Cuando la autora emplea las expresiones «mi provincia», «mi pueblo», «mi tierra» o «mi terruño», siempre se refiere al lugar donde está su madre.” Así lo confirma la propia Fumiko: «mi pueblo viaja errante», y en esa clave interpretamos expresiones como «Sí, regresaré a mi pueblo» o «una canción de cuna que yo ya había oído antaño en mi pueblo errante»
La tierra, la madre: «un día que nevaba, mi madre dejó la casa llevándome con ella». La madre, mi madre: «Mi madre estaba levantando la estera», «Mi madre se mojó durante el aguacero y está resfriada», «Mi madre me pide que le mande los catorce yenes que teníamos ahorrados en el florero», «Mi madre dice que podría lavar y tender las telas de quimono de las vecinas», «Mi madre trajo una col grande y dijo que se la habían fiado en la verdulería», «Mi madre dijo que en el baño público había escuchado que estaban buscando asistentas de hogar», «¡Mi adorada madre!», «mi madre convertida en un cable eléctrico me llama diciéndome: Vuelve pronto», «¡Ah! Regresaré a mi pueblo… Iré corriendo a los brazos de mi madre». A lo mejor no es dinero ni comida ni amor la palabra que más se repite en estas páginas… ¿Y el padre? A lo mejor sí, es “madre” la palabra que más se repite en estas páginas. Y “padre” la que menos. ¿Qué pasa con el padre, mi padre, los padres?
«Cuando uno es pobre, se vuelve como un bebé», escribe Fumiko, pero… ¿Uno se comporta como un bebé porque es pobre, o uno es pobre porque no deja nunca de ser un bebé, porque crecemos sin dejar de ser criaturas desvalidas que llaman y lloran para que nos cojan y nos alimenten y se ocupen de nosotros? Esta muchacha aún llama a «mis añorados padres» como una niña perdida, abandonada, que sólo ansía volver y que alguien se haga cargo de ella. Pero entre ella y su madre y su padrastro («Mi padre actual es el segundo, es mi padrastro»), el triángulo de apegos se ve contaminado también por el remordimiento y la interdependencia, y por la misma demanda repetida una y otra vez, en una dirección y en otra: «Mándame unos yenes…». Esta vagabunda, además, no puede volver, no para quedarse. Algo la obliga a vagar de hostal en hostal, de subempleo en subempleo y de ciudad en ciudad. También de hombre en hombre, y ahí quería ir llegando. «Me aterra andar de hombre en hombre», confiesa Hayashi Fumiko y no sabemos si quiere o teme decir “de padre en padre”. Pero añade y nos desarma: «Mi cuerpo no es casto, pero todavía en algún sitio podría aparecer alguno a quien le confíe mi vida». El hombre es aquí imán que a un tiempo atrae y repele, sujeto y objeto deseado y odiado con idéntica intensidad, y si hay momentos en que la prosa dulce y simple y bella de Fumiko se crispa, se endurece y golpea, es cuando habla de ese hombre al que alude sin nombrarlo, que no siempre es el mismo y es simplemente este hombre, ese hombre o aquel hombre que la traicionó. Los hombres no son dignos, no son fieles. Son brutales y posesivos y además mienten, están o se van con otras como estuvo y se fue el padre. Presa de despecho, Hayashi escribe: «Quisiera prender un fuego y quemar a todos los hombres». Y sin embargo vuelve una y otra vez el viejo deseo insidioso: «¡Ah! Deseo un amigo», «¡Oh, oruga de la pasión! Experimento el deseo de chuparle toda la sangre a un hombre como si fuera una sanguijuela».
Agotada por ese deseo recurrente de otros brazos y otros labios, de un cuerpo en el que fundir el propio cuerpo incandescente, esta joven se pregunta: «¿No habrá en algún lugar un hombre bueno?» Y ella misma tantea una posible respuesta: «Si fuera prostituta…» Hayashi escupe sobre los hombres que mienten y no tienen dignidad, pone en fila en su memoria a todos los que ha tenido y dejado de tener, y sigue padeciendo el mismo vacío de afecto, ese «enorme deseo de ser mimada» y unas «ganas insoportables de aferrarme a alguien». Su pasión alcanza niveles que, te digo la verdad, a mí casi me asustaron: «Cuando veo este mar tan masculino, me dan ganas de desnudarme y zambullirme en él». ¿No te asusta a ti también, un poco?
En uno de los poemas que Fumiko va salteando en su diario, encontrarás dos bellos versos que dan cuenta de esta servidumbre odiosa y necesaria, que a todos nos encadena:
No es que las flores deseen abrir sus pétalos,
un ser poderoso las obliga a florecer.
O en prosa: «Es una lucha entre las debilidades de un hombre y las de una mujer». Una lucha en la que hay caídos, desde luego, pero no vencidos. «¡Ganas de comer y deseo sexual!» exclama rabiosa esta vagabunda, como si lo gritara por las calles, a pleno pulmón, «¡Ganas de comer y deseo sexual!», repetido hasta el agotamiento y las lágrimas. Hayashi condena a los hombres por su suciedad y sus bajezas pero es “débil de carácter” y les perdona, y vuelve a ellos o deja que ellos vuelvan, deja incluso que la agasajen hombres que le repugnan. ¿Por qué? Hayashi Fumiko responde replicando al mismísimo William Shakespeare:
Fragilidad, tu nombre es pobreza.
La memoria de los padres, digo de los hombres que traicionan y defraudan endurece estas palabras y el deseo de otro cuerpo las lleva al punto de combustión. Y cuando habla de sus propias semejantes la voz de esta escritora joven y errante se ablanda de nuevo, se esponja e ilumina: «Humo de tabaco, mujeres de miradas perdidas». Las compañeras de empleo eventual y de habitación, compañeras también de hambres e ilusiones, de decepciones y gastos, muchas de ellas escritoras principiantes como la propia Fumiko, conforman una especie de liga femenina, reducto de calma y cuidados mutuos, una hermandad tampoco desprovista de un fragante aire de erotismo: «Mujeres como humo que vienen de Akita, de Sajalín, de Kagoshima, de Chiba, rodean una mesa del cabaré y escriben cartas a sus remotas provincias», «Las mujeres traen desde lejos un aroma de flores en silencio», «Cuando no había clientes, con frecuencia nos arrebujábamos como caracoles», «¡Ay! Si yo fuera hombre amaría a todas las mujeres del mundo…»
Ya te digo, Fumiko.
Y te hablaba de poemas. Los hay y en mi lectura, te lo digo en serio, parecían escritos con tinta roja: tan inflamados, tan bellos y sangrantes. Pero la joven Fumiko no necesita versificar para hacer poesía. Ya lo habrás advertido pero adviértelo aquí también: «Tristeza angustiante. Pecados de una mujer. Mi sangre se precipitó como un manantial». O en estos tres puntos y aparte, insuperable poesía que se podría cincelar en piedra:
«Estoy triste.
Estoy aburrida.
Quiero dinero».
En la necesidad extrema que no le permite ni disponer libremente de papel, sumida asimismo en el humano frote y desgaste que hace que «incluso escribir un diario sea un acto aborrecible», Hayashi pide calma para escribir, suplica un poco de tranquilidad para su poesía y para su deseo principal: «quisiera escribir poemas llenos de vigor. Quisiera escribir una buena novela». Kayoko Takagi precisa en su prólogo que fueron en total 278 los libros que Fumiko publicó. Hiciera lo que hiciera en los 277 que vinieron tras éste, no cabe duda de que consiguió lo que se proponía. Conquistó también el éxito con este Diario de una vagabunda que se editó en 1930 y desde entonces no ha dejado de reimprimirse. Pero con poco más de veinte años, como si presintiera cuál iba a ser la duración exacta de su vida, ya se sentía «casi cerca de la mitad de mi vida». En noviembre de 1939, tras los muchos ejemplares que ya se habían publicado y vendido de su Diario, Fumiko escribió un prefacio para la que ella consideraba la “edición definitiva”. Sólo esas seis páginas preliminares, querido amigo, contienen belleza y verdad para colmar el cuenco de un océano, ese que decíamos antes. Páginas en las que, dejadas atrás ya la pobreza y el hambre, Hayashi Fumiko declara: «Los lectores me escriben bonitas cartas y mi madre está bien. Puedo decir que esto y nada más es actualmente la felicidad». Era en ese momento una mujer de treinta y seis años, y también anotaba estas inolvidables palabras: «tomé conciencia de que hay que vivir y luchar, y de que no tiene caso morir. Si por casualidad puedo vivir hasta los cincuenta años, a esa edad me gustaría escribir el verdadero Diario de una vagabunda. Y no únicamente ese Diario, sino que quisiera hacer una verdadera novela. ¡Qué alegría y qué felicidad sería llegar a los cincuenta años sin que se marchite mi alma femenina! Me parece que al llegar a los cincuenta sería deseable un mundo de ensueño a mi capricho».

Escultura que representa a Hayashi Fumiko, en la estación de Onomichi
Con treinta mil páginas a sus espaldas, Hayashi Fumiko murió en 1951 a consecuencia de una insuficiencia cardiaca. Takagi afirma en su prólogo que nunca rechazó una oferta de trabajo y que, tras su muerte, “la prensa escribió que fue víctima de los medios de comunicación que la habían explotado”. Echa tú mismo las cuentas, de lo uno y de lo otro, y concluye, como lo hago yo.
No tengas demasiada prisa en agotar estas páginas. Relee, degusta, sufre. Llora cuanto tengas para llorar y goza también caudalosamente. Y si cuando termines no eres capaz de abrir otro libro sin sentirte mal, entrégate al duelo con la misma generosidad. Podría ser ese dulce y noble malestar lo que algunos llaman más breve y pomposamente A M O R. Pero del bueno, del propio.
Tuyo,
Alberto
Imagen de cabecero: Fragmento de Horie en verano, ocaso, de Kitano Tsunetomi