Devolver la voz a los asesinados: La eliminación, de Rithy Panh.

Devolver la voz a los asesinados: La eliminación, de Rithy Panh.

«Duch me mira fijamente: «los jemeres rojos son la eliminación. El hombre no tiene derecho a nada».»

Nació con el nombre de Saloth Sar, pero no se educó en su país. Se lanzó a Francia y ahí absorbió todo lo que en su tierra no había. Curioso, que entre todo lo que la cultura gala ofrecía pocas cosas le gustaron tanto como Rousseau; curioso, también que lo mismo le posó a un tal Vladímir. El primero se rebautizó como Pol Pot, y el segundo es conocido por su apellido: Lenin. Ambos fueron, cada uno con sus modos y formas, dos brutales puntas de lanza del comunismo. Y no es curioso que les gustara tanto Rousseau, porque este filósofo entre exaltación y exaltación de la libertad, termina perfilando una llamada al totalitarismo.

La eliminación (Anagrama, 2013), habla del trabajo que hizo el primero, Pol Pot, y no lo hace de oídas, sino desde dentro, ya que su autor, Rithy Panh, vivió aquel infierno a la edad de 13 años. Por el camino perdió casi a toda su familia. Uno a uno, de forma rápida o lenta, fueron devorados por el horror concebido por los jemeres rojos, por un sistema de dientes afilados que nunca dudaba. Y esta, y no otra, es la definición de ideología: la violencia paranoica y permanente de buscar siempre al enemigo, al que no se amolda al pensamiento único, sumado a la locura de jamás dudar de si uno hace o no lo correcto.

Cuando los jemeres rojos entran en la capital de Camboya el 17 de abril de 1975, todos sabían qué los había impulsado: romper con un sistema corrupto y tirano marcado por políticas extranjeras, y devolver al pueblo tanto su destino como el fruto de su trabajo. Pero la promesa nunca llegó, y la revolución transformó rápidamente su fuerza “libertadora” en un dispositivo impío de control y muerte.

Pol Pot tenía un sueño, y en ese sueño sólo había dos formas legítimas de existir: o como campesino o como obrero. Así, los habitantes de las ciudades, los burgueses, debían ser reeducados. Para ello, se les dio el nombre de “nuevo pueblo”, es decir, la promesa de que jamás serían lo que fueron. ¿Cómo cumplir en el menor tiempo posible con la transformación? Sacando a todos los burgueses de la ciudad y obligándoles a trabajar en el campo. La idea es sencilla: si dejan de vivir en la ciudad, si se manchan las manos de barro, si se rompen la espalda haciendo diques, dejarán de ser burgueses, quedarán reeducados. De este modo, comenzó en Camboya una monstruosa peregrinación de miles y miles de almas por todo el país, que guiados por jemeres rojos, transformó Camboya en un inmenso campo de concentración en el que se dio un genocidio cainita como nunca antes había visto la historia. Estamos hablando de un saldo de 1.700.000 muertes. Hombres, mujeres y niños que fueron víctimas tanto de la violencia directa como de la indirecta, ya que las “cámaras de gas” de los jemeres rojos fue el hambre.

Pero en la conformación de este infierno horizontal, hubo una serie de instituciones que jugaron un papel tan monstruoso como decisivo: los centros de tortura y ejecución. Cómo no, al retorcer la carne, al prometer la liberación o incluso la muerte rápida, todos los que por ellas pasaron confesaron aquello que sus torturadores querían oír, pero no, desde luego, la verdad.

Lo que más perturba de estos centros, no es sólo la variedad y naturaleza de las torturas, sino cómo aquel proceso estaba perfectamente regulado, racionalizado, cómo el torturador y el que dirigía todo el proceso eran técnicos perfectos, funcionarios meticulosos que hacían de forma concienzuda su trabajo.

Rithy Panh

Cuando terminó aquel infierno, Rithy Panh se fue a Francia y rehízo su vida cómo pudo. Terminó siendo director de Cine, pero como él mismo confiesa, aquella experiencia es una herida que siempre le acompañará, algo que jamás podrá ser curado.

Después de varios proyectos cinematográficos, Rithy Pahn decidió emprender un viaje para el que nadie podría estar nunca preparado: regresar a Camboya y filmar no sólo aquellos centros de la muerte y a sus víctimas, sino también a los verdugos, hablar con ellos, obligarles a verbalizar lo que hicieron para evitar el olvido, para recordar siempre qué es lo que pasó. El momento culmen del proyecto llega cuando comienza a reunirse con un tipo al que todos llamaban Duch, y que fue el director de uno de los centros de tortura y ejecución más duros y “eficaces” de todo Camboya, el conocido como S21. Sólo en ese “campo de la muerte” perdieron la vida 12.380 personas. Cada tortura, cada confesión y cada ejecución, pasó por las manos de Duch. Todo llevaba su firma, nada se escapaba de su control. Durante las conversaciones, este hombre de tamaño pequeño, exprofesor de Matemáticas, culto y educado, intenta jugar al despiste: asume su responsabilidad y al mismo tiempo niega, omite y miente. Pero poco a poco, a través de largas horas de grabación y bombardeado por los cientos de documentos, fotos y testimonios que Panh ha reunido, la verdad va aflorando. Pero para este siniestro “dios” de la muerte, todo lo ocurrido respondía a una razón superior y era necesario hacerlo. Y en esa necesidad, en ese deber, se diluye todo tipo de sentimiento de culpa. Cuando uno tiene como fin la Verdad, todo vale en cuestión de medios.

Kaing Guek Eav, conocido como Duch, fue el responsalbe del centro de tortura y ejecución S21, en Phonom Penh de 1975 a 1979.

De ese viaje a Camboya surgieron varios documentales y un libro, que es el que tenemos hoy entre manos. Una obra en la que se entretejen tres niveles: lo que Panh sentía antes de empezar el proyecto. Los encuentros con Duch y las emociones y reflexiones que éstos le suscitaban. Y, cómo no, el recuerdo de aquel niño que fue y que vivió en mitad de un horror inclasificable. El resultado, es un libro en el que el testimonio se despliega de manera ágil, enérgica y con todos los puntos bien alumbrados. Sin duda, en esto ha tenido que ver el escritor Christophe Bataille, que es el que firma junto a Panh esta obra.

En la contraportada de La eliminación (Anagrama, 2013), se nos dice que está en la línea de Si esto es un hombre, de Primo Levi. Pero no sólo está en su línea, sino a su altura. La eliminación no sólo es imprescindible por dar voz a algo de lo que sin duda no se ha hablado lo suficiente, sino que goza de una calidad literaria que hace que lo que se cuenta adquiera otro nivel, uno más profundo, más hiriente, más en carne viva, y eso es algo decisivo para aumentar su eficacia comunicativa. Así, el relato, la exposición de lo ocurrido, se transforma en un desgarro que deja una huella imborrable, un curso intensivo del horror que todo ideología es capaz de generar. Algo que hace de este libro una obra de ineludible lectura para aquellos que aún flirtean con ellas, y más como lógica de la reacción a estos tiempos tan convulsos.

Por mi parte, desde que los jemeres rojos fueron expulsados del poder, en 1979, no he dejado de pensar en mi familia. Veo a mis hermanas, a mi hermano mayor y su guitarra, a mi cuñado y a mis padres. Todos muertos. Sus rostros son talismanes. Aún veo a mi sobrino y a mi sobrina, hambrientos. ¿Qué edad tendrían? ¿Cinco y siete años? Respiran con dificultad, con la mirada extraviada, jadeando. Recuerdo los últimos días, el cuerpo que ya anuncia el desenlace. Recuerdo la impotencia, los labios infantiles cerrados. Duch parece sorprendido por mi pregunta. Reflexiona y simplemente me dice: «¿Sueños? No. Jamás»

La eliminación, Rithy Panh y Christophe Bataille, Anagrama, 2013.

Autor

Soy filósofo y hago cosas con palabras: artículos, aforismos, reseñas y canciones. De Tarántula soy el cocapitán y también me dejan escribir en Filosofía Hoy. He estado en otros medios y he publicado algo en papel, pero eso lo sabe casi mejor Google que yo.

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