Supone un auténtico gusto poder hablar del libro publicado por un amigo y compañero de batalla, más si cabe cuando su lectura abre horizontes literarios -e incluso filosóficos- tan amplios que una mera reseña, un simple análisis estructural y lingüístico, sería insuficiente para hacerse cargo de su enjundia. Por eso, el lugar que a este documento le corresponde ocupar en esta revista es el propio del pensamiento, el de la reflexión, allí donde el tiempo titánico (y despótico) de Cronos supone tan sólo una faceta, un mínimo requiebro, del tiempo uránico -del tiempo de la eternidad-.
Comenzaré con un tópico que nos introduzca en una particular e interesante problemática. Federico Ocaña presenta en Desprendimientos (Amargord, 2011, 67 pp., 10 euros) una obra de difícil -e incluso imposible- clasificación. Si hojeamos el volumen y echamos un vistazo a la edición, no podremos dejar de advertir que su contenido -nótese la paradoja- está lleno de vacíos (en plural). Estos vacíos, a mi juicio, deben entenderse en un sentido muy amplio.
Cuando nos enfrentamos a la lectura de un libro y lo abrimos por primera vez, esperamos encontrarlo repleto de capítulos, párrafos, frases, letras. Esta feliz (¿)obviedad(?), que remite en última instancia a nuestro deseo de hallar, casi instintivamente, una marcada estructura que nos remita, por fin, a un sentido; esta expectativa tan aparentemente razonable (incluso tan cuerda, pensará alguien) es desde el primer momento cuestionada por los Desprendimientos de Federico Ocaña. Como él mismo escribe en lo que supone una total declaración de intenciones:
rescato la oquedad.
Si accedemos poco a poco, por capas, a la obra de este joven poeta, y abandonamos paulatinamente (aunque sin olvidarlo) su vertiente más física, toparemos con un breve -y quizás clarificador- prólogo de Luis Luna. Allí leemos un párrafo que puede sofocar por momentos las pretensiones de los lectores más cabales, en el que explica que con el libro de Ocaña
el lector tiene que re-construirse. Si no lo hace así, puede tener la impresión de que habita un vacío gélido, una tundra poco propicia para lo vital […]. Estamos, por tanto, ante un ejercicio de lectura difícil del que podemos ascender con más variables para la creación de ese fractal que debe ser lo poético.
De nuevo la alusión al vacío. De nuevo la perplejidad que se espera en los lectores que se enfrenten a Desprendimientos. Pero a pesar de ello, permanecemos bajo la sombra protectora de una nada desdeñable esperanza: encontrarnos -por medio de la reconstrucción- a nosotros mismos. No obstante se trata de una esperanza que adquiere el estatus de arma de doble filo… Y es que las palabras (esas que esperamos encontrar cuando hojeamos, ávidos, un volumen cualquiera), como asegura el autor del libro, no son más que «contornos de un signo lanzado». Ocaña se refiere, en este caso, a las palabras proferidas, al discurso en alta voz, pero creo que su acertada reflexión alcanza también al texto escrito:
recibes otra voz
contorno de un signo lanzado
lo pronuncias y
sangras
Este sangrante estado al que nos aboca nuestra condición de animales lingüísticos, que nos recuerda Federico Ocaña de forma tan maravillosamente singular, me invita a mencionar por un momento a Miguel de Unamuno. En En torno al casticismo, cuando el autor vasco aseguraba que toda impresión, así como cualquier idea, se halla cargada de un «nimbo» idiosincrático, de una determinada «atmósfera etérea» que rodea a aquellas como una suerte de contexto vital, quería decir con ello que las palabras no sólo poseen un significado más o menos definido (o definible) a través de los diccionarios de cada lengua, sino que, además, se encuentran impregnadas de un sentido que en ocasiones escapa de lo que el propio hablante quiere decir con ellas cuando las emplea. Un asunto que horrorizaba a Unamuno.
Se da así una suerte de desgarro entre la voluntad discursiva del ser humano y la voluntad propia de las palabras, que llegan a adquirir una identidad propia: cuando éstas son pronunciadas, cobran vida e incluso carácter. Y es que, con permiso del refranero español que asegura que las palabras se las lleva el viento, hemos de matizar -a hombros de Federico Ocaña- que quizás uno de los mayores peligros a los que estamos expuestos en nuestra condición de seres provistos de lenguaje es que la inocente intangibilidad de las palabras puede tornarse -de manera procaz, casi violenta y, muy a menudo, inesperadamente- demasiado tangible… El mundo material (propio de los hechos) se convierte en víctima de un universo invisible constituido, precisamente, por las palabras que una vez proferimos y de las que, en última instancia, somos esclavos. Ocaña resume de forma magistral, en apenas una frase, este denso párrafo:
el movimiento de la piel contiene ya la herida
Una herida que contiene, como escribe en otro de los Desprendimientos, «hollín», o lo que es lo mismo, restos de lo dicho, los retales cenicientos en que se desbroza el discurso. Un discurso hilvanado con finos hilos e imposible de reconstruir porque la palabra, al fin y al cabo, es tan sólo ceniza.
Aunque ya se habrá reparado en ello, la imagen que encabeza esta nota sobre el libro de Federico Ocaña alude a la historia de Damocles, un simplón adulador cuyo conocido relato moral guarda ciertas similitudes con el tiempo cronológico (caduco), con el tiempo «que pasa» y que hace que -en expresión de Schopenhauer– todo se nos escape de entre las manos. Expresión significativa esta última si tenemos en cuenta que, precisamente, lo que las manos crean para albergar algo es un hueco, un vacío. Si estos Desprendimientos nos sitúan ante una situación semejante a la del tiralevitas de Siracura, con la espada sobre su cabeza pendiente de una fina crin de caballo, es por su habilidad a la hora de enfrentarnos a ese vacío que, por otra parte, es la condición de que pueda darse algo. Mientras la filosofía occidental centró desde muy antiguo todos sus esfuerzos en el análisis del ser, en latitudes más orientales y en autores menos conocidos en Europa (Liezi, Zhuangzi, y en general, los taoístas) otorgaron una importancia capital a lo que permite que se den cosas: lo continente, lo hueco, lo vacío, lo no lleno, etc. Es decir, todo aquello que, desde la eternidad, permite la entrada de la realidad en el Ser.
Federico Ocaña nos introduce en este interesante entorno en el que el lenguaje se vuelve problemático («damocliano»), y nos invita a transitar todo tipo de asuntos (amor, tiempo, olvido, memoria, sexo, etc.) a través de construcciones que primero llamarán la atención del lector, pero que poco a poco le facilitarán la entrada en un universo en el que no sólo importa el «cómo» de lo que se dice, sino sobre todo la capacidad que el autor demuestra para inquirir a la conciencia del lector y empujarle a dar con ese vacío que, quizás, algún día, le permita enfrentarse a sí mismo. Para ser.
el mensaje de la piedra está ya dentro