Por NACHO CABANA
El despertar de la primavera se basa en la obra homónima de Frank Wedekind de 1891. Versa sobre las consecuencias que la represión y los tabúes sexuales tienen en una comunidad de jóvenes en la Alemania del siglo XIX. Contiene escenas de masturbación, sexo y una nada velada crítica a la presencia de la religión como único marco de referente en una sociedad dominada por el fanatismo.
Un abanico de temas que bien podrían conformar el argumento de una película de Lars von Trier y que Duncan Sheik y Steven Sater abordaron en el año 2006 en clave de musical estrenado en Broadway y coronado con 8 premios Tony.
El montaje de El despertar de la primavera que se pude disfrutar en el Teatro Victoria de Barcelona procede del (mucho más pequeño) Teatro Gaudí donde el año pasado se estrenó con bastante repercusión. En una escena teatral que limita los musicales a obras representadas hasta la nausea (Cabaret, Chicago), adaptaciones de películas exitosas (Dirty dancing) o artefactos “corta y pega” de canciones populares (Rouge) no cabe más que aplaudir la labor social que supone el ofrecer a un espectador tan poco educado en el género como el español un show más cercano a Rent que a Sister Act (y muy superior a ambos).
Pero hay más aciertos en El despertar de la primavera. El enorme escenario del Victoria se llena con muy pocos elementos (dos árboles gigantes, unos cubos móviles…) que, con la ayuda de la iluminación de Dani Gener, van fragmentándolo para ubicar las diferentes escenas en diferentes lugares sin necesitar gran aparataje móvil por parte del director artístico Jordi Bulbena.
Las coreografías de Ariadna Peya eliminan la molesta frontera entre cuerpo de baile y actores principales que acerca muchos de los musicales hispanos (Hoy no me puedo levantar, Marta tiene un marcapasos) a los talent shows televisivos. No hay en ningún momento en El despertar de la primavera en que parezca que Marc Vilavella, el director, haya dicho a su elenco “fama, a bailar” ; el movimiento de todos los participantes en el show es tan milimetrado como bello.
Hay cierta desigualdad (tanto interpretativa como vocal), eso sí, entre la parte masculina y la femenina. En una producción que no escatima actores sobre el escenario, la parte femenina se revela como claramente superior a la masculina. Elisabet Molet está espléndida de voz y actuación como Wendla Bergmann (personaje interpretado por Lea Michele en Broadway) y llega muy alto en la escena donde es azotada por Melchior un Marc Flynn que, sin hacerlo mal, no está a su altura y recurre al falsete en demasía. Algo parecido ocurre si comparamos a Jana Gómez (estupenda en The dark I know well) con Eloi Gómez, sobreactuado y yéndose a los tópicos que usan los actores cuando interpretan a menores de edad.
Es una lástima que Marc Vilavella no ubique al espectador espacio- temporalmente con más claridad. Aunque el (correcto) vestuario de Marc Udina nos indica que estamos lejos del 2018, sí que se produce una molesta confusión en cuanto no sabemos exactamente dónde y cuándo se desarrolla la acción.
Muy de agradecer la presencia de siete músicos sobre el escenario (sección de cuerda incluida) bajo la dirección musical de Gustavo Llull y muy emocionante, al menos en la que función que a la que yo asistí, el número final con todos los actores en escena ya con el vestuario con que han llegado hasta el Paralelo. La ilusión y las ganas que ellos y ellas proyectan sobre la platea se merecen tanto el aplauso para El despertar de la primavera como unas carreras profesionales a las que la endogamia y la crisis económicas y culturales pueden bloquear inmerecidamente.