Recientemente han pasado por España dos grandes figuras del jazz moderno desde los años cincuenta, dos gigantes del saxofón con muchas historias y rasgos en común pero también con notables diferencias, quizá más acusadas ahora que ambos han pasado de los ochenta años (Donaldson se acerca a los noventa) pero siguen en la carretera como líderes de sendos brillantes cuartetos y dando mucho más de lo que se puede esperar de alguien de su edad. Son verdaderos maestros cuya escucha en vivo supone su mayor lección, pero también son ejemplos de que debemos desmitificar a los mitos, pues ambos son mitos del jazz, no cabe duda, pero si esperásemos encontrarnos con lo que fueron en sus mejores años nos llevaríamos una decepción que sería de todo punto injusta, ya que lo que hacen ahora no es peor; sencillamente es distinto.
Las similitudes, como decía, son notables entre ambos. Los dos tocan el saxo, aunque Donaldson se entregó al saxo alto como Charlie Parker y Shorter lo hizo con el tenor y el soprano como Coltrane. Los dos estuvieron en los Jazz Messengers de Art Blakey (la mayor escuela de hard bop que se pudo crear y por la que pasaron todos los que han sido algo y no nacieron lo suficientemente pronto para vivir la eclosión del jazz moderno en los años cuarenta) y fueron en algún momento «sidemen» de los grandes líderes de la generación anterior: así, Donaldson participó en una de las legendarias sesiones del Monk bopper recogidas en «Genius of Modern Music» y Wayne Shorter fue el saxofonista del segundo gran quinteto de Miles, en los sesenta, participando en «In a silent way» y «Bitches brew», entre otras grabaciones. Ambos han sido artistas importantes de Blue Note y comenzaron interpretando hard bop pero enseguida se abrieron a otros estilos amalgamados con el jazz, aunque Donaldson lo hizo con una mayor mesura que Shorter, pues el primero se encaminó hacia el soul y el funk, muy ligados con el hard bop, y el segundo se lanzó a la piscina del jazz fusión con una actitud mucho más progresiva y experimental en Weather Report. Y los dos han estado en activo durante décadas y siguen tocando muy dignamente a los ochenta, pese a que su instrumento no es el mejor para envejecer junto a él. Pero aquí acaban las similitudes, pues lo que hacen hoy en día es muy distinto.
Shorter vino con un cuarteto que muchos sitúan en la cima del jazz actual, opinión nada descabellada pues ejecutan un jazz abstracto muy contemporáneo, algo frío, intelectualizado, pero indudablemente novedoso y técnicamente brillante. Shorter parece centrarse más en el sonido y en lo armónico. No hace alardes de virtuosismo; la estructura canónica de motivo, solos y cierre se diluye, si no directamente desaparece, y, aunque en algunos momentos percibimos destellos de Coltrane o de otros, apenas queda nada de ese sonido maravilloso que quedó registrado en el año 64 en tres discos imprescindibles: «Juju», «Speak no Evil» y «Night Dreamer» (de todos modos, ese sonido ya había quedado atrás cinco años después de crearse). Por esa razón no conviene mitificar, y mucho menos en el jazz, a los músicos por lo que hicieron en el pasado, pues su necesidad de avanzar decepcionará a quien espere una instantánea sonora en blanco y negro que detenga el tiempo. Decíamos que Shorter no alardeó con escalas complejísimas e imposibles de transcribir por su velocidad, pero su sección rítmica sí que demostró su virtuosismo. Danilo Pérez (piano) y John Patitucci (contrabajo) tocan con una creatividad desbordante y una gran sensibilidad, mientras que Brian Blade (batería) es una auténtica fiera capaz de exprimir su instrumento al máximo mientras lo mima con delicadeza inusitada o lo golpea sin piedad. Solo por ver a este hombre merecería la pena pagar la entrada. Pero el cuarteto es, valga el tópico, mucho más que la suma de sus individualidades, aunque la música improvisada (o leída: todos llevaban partituras) pueda provocar un cierto distanciamiento del público. No obstante hay que señalar que lo más distanciador fue el lugar de la actuación, al menos en Madrid. El Centro Nacional de Difusión Musical tiene un ciclo de jazz necesario y muy interesante (aunque a veces, como ya dije en esta revista), pero su decisión de organizarlo en el Auditorio Nacional siempre hará que el éxito no sea pleno, pues es un espacio idóneo para la música con instrumentos tradicionales de orquesta sinfónica o de cámara, pero no para una banda que necesita amplificarse porque si no la batería se comería al resto de la sección rítmica. Los magníficos techos ondulados y altísimos de madera crean una reverberación que haría que sonase frío hasta el mismísimo Coltrane tocando «Giant steps» o «My favorite things». No hay solución a esto salvo cambiar de espacio, lo que entiendo resulta harto complicado si no imposible.
Todo lo contrario le sucedió a Lou Donaldson en su actuación madrileña de la gira que ha llevado a cabo por la Península. El cuarteto del veterano jazzman estadounidense hizo su concierto en la sala Tempo, templo de la música negra que, no sé cómo lo hace (supongo que asumiendo un resultado deficitario), pero muy a menudo trae a unos artistas foráneos de primer nivel (aún recuerdo entusiasmado el concierto de Myron & E, apóstoles del soul venidos de San Francisco, a los que acompañaron siete u ocho tipos traídos de Finlandia, los Soul Investigators; una ruina maravillosa). La Tempo es una sala ideal para el jazz que hace el cuarteto de Lou Donaldson: un sótano pequeño, con techo bajo, sin posibilidad de que se genere ni una pizca de eco (como el Village, salvando las distancias). Así, a tres o cuatro metros de los músicos como mucho y con un sonido claro y cálido, la experiencia es inmejorable. Aunque también hacen falta buenos músicos, y en ese sentido los acompañantes de Donaldson cumplen con creces. A diferencia del cuarteto de Shorter, con una formación tradicional (solista, piano, contrabajo y batería), Donaldson se acompaña de una instrumentación más soul de la mano de dos japoneses y un estadounidense con pinta de inglés: Akiko Tsuruga sale al escenario tímidamente y saludando al público con exquisita educación japonesa. Antes de sentarse al hammond parece un ama de casa convencional, pero, señores, una vez con las manos sobre el teclado se pueden cerrar los ojos y e imaginar a un individuo greñudo que bien podría hacer la cobertura a Jethro Tull o Iron Butterfly, pero con un mayor sentido del blues. No menos brutal es Fukushi Tainaka en la batería. Rara vez he visto a un batería, de jazz o de lo que sea, hacer unos solos tan brillantes: larguísimos, ingeniosos, divertidos y nada pesados. Se podría pasar diez minutos con redobles y el público querría más. Y Randy Johnston, con la guitarra eléctrica de cuerpo hueco, más de lo mismo: sin modificar su cara de seductor de discoteca setentero, un trasunto bien madurado de Jarvis Cocker, nos brindó digitaciones vertiginosas durante vueltas y vueltas y mostró una exquisita sensibilidad para las baladas (sorprendió gratamente la versión de «What a Wonderful World», una elección arriesgada, pues de tan trillada mucho aficionado al jazz le tiene inquina). Incluso el líder asombró al público. Con casi noventa años no se puede pedir mucho a un músico y de hecho, suele ser habitual que los líderes de estas edades que aun actúan se limiten a exponer los temas y a dar como mucho un par de vueltas no demasiado improvisadas antes de dejar que sus «sidemen» se explayen con los solos y regresar al final para cerrar el tema con la reexposición del motivo. Pero hay excepciones, como el español Pedro Iturralde y Lou Donaldson, que hizo principalmente lo que cuento (exponer el tema y concluirlo sin tocar ningún solo), pero cuando lo hizo, acometió el instrumento con una fuerza y una claridad notables y no se limitó a eso. En el tema de despedida sí que dio un par de vueltas con escalas de bop tocadas rápida y nítidamente e incluso se atrevió a cantar, con una voz ya ajada pero llena de blues y sin desafinar, un tema divertidísimo, «Whiskey Drinkin’ Woman». El blues, el sentido del humor y un lema («No confusion, no fusion») marcaron el programa del cuarteto de Donaldson, que no necesita recurrir al anecdotario del jazz vivido en primera persona (y del que tan magníficamente hace uso Benny Golson, otro ochentañero venido del hard bop, en sus actuaciones) para hacer ver a su público que forma parte de la primera división de la historia de esta música.
Lou Donaldson ofreció justo lo contrario que Shorter: una galería de clásicos añejos perfectamente ejecutada. No hay por qué elegir entre una y otra cosa: ambas son jazz, y son arte, aunque una sea arte elevado y la otra se asemeje más al arte popular. Sin embargo, venimos a este mundo a pasarlo bien y confieso que yo me lo pasé mucho mejor con el viejo Lou que con mi admirado Wayne Shorter.