“Trazar un dibujo errático, trémulo, situado entre el éxtasis y la melancolía… La distancia entre respiro y respiro, la afligida contención, la liberación repentina de pensamientos enfrentados en un punto de ruptura indeterminado, pero relegado éste al límite de la resistencia, en el momento exacto, justo antes de que todo se desmorone. Y así, de nuevo, vuelta a empezar.”
Con este aforismo comienza el camino del compositor Jesús Rueda (Madrid, 1961). Rueda baja a los infiernos de la creación en una “ronda de presos”, como querría Van Gogh, un recorrido circular en el que no dejará de borrar las huellas aunque las trace una y otra vez. “Ningún retorno es posible”, escribe.
En este libro difícil y entrañable -de la entraña- ajusta cuentas con críticos musicales, compositores jóvenes, compañeros de generación y maestros. Omite con discreción los nombres y ataca la “prudencia”: “En el proceso de creación la prudencia no es buena consejera”, o con William Blake, “El camino del exceso conduce al palacio de la Sabiduría”. Modas, elogios y críticas son también el blanco de sus aforismos. Juega siempre con la segunda persona en diálogos breves o aforismos que interpelan al lector, tanto a quien pueda sentirse identificado como a quien lea en la distancia, pero ante todo es una segunda persona que es también él mismo.
“¡Tú Rueda, cerdo reaccionario, compositor decadente y absurdo! Pero quién te manda salirte del carril, por qué no escribiste tu música según los preceptos del presente… ¿Por qué no creaste tus sonidos dentro de las coordenadas de tu tiempo… de la moda imperante? ¿No hubiera sido mucho más fácil ser un compositor académico, ser lo que las instituciones musicales hubieran esperado de ti…?”
De este modo intenta salvar el hermetismo en el que quedarían sus afirmaciones: desde una posición escéptica, la del propio Rueda, podemos identificarnos con unas ideas y sus contrarias, y así, decir con él: “Soy muy poco peligroso, no creo en nada”. La ironía de la afirmación encierra, como toda ironía, la verdad latente en la afirmación misma: su esfuerzo estético, como queda patente en las reflexiones que habitan estas páginas, no se ha guiado por un estilo, sino que se ha dejado guiar por el “sonido”, las pasiones y sentimientos. El extrañamiento ante la obra propia es la base de esta creación, porque, en el fondo, nuestra obra es nuestra sólo de forma contingente: el tiempo, la naturaleza, el pensamiento humano, son quienes operan en nosotros, quienes escriben por nosotros. “A veces, en mi música, escribo cosas que si yo fuera yo, yo no escribiría”.
Rueda reconoce este fondo idealista schopenhaueriano en la escritura musical: ni ideas, ni técnica, “furores ciegos”; ni conceptos, ni certezas, sino dudas, errores, impotencia, pasión que arrastra al creador y que se agota en la obra (“En el trabajo de creación -en su proceso- es donde tiene lugar la crisis, el encuentro, la decepción, el amor…”). La “idea musical” tiene “principios propios” que escapan a nuestra razón y luchan contra nosotros, de manera que “crear” está más lejos de producir según un canon -ni siquiera propio- y más cerca del “desprendimiento”.
Las notas que escribe Rueda, las musicales como estas compuestas con palabras, son erráticas como el dibujo que describe, fragmentos de vida que no caen en la autocomplacencia ni en la autobiografía, porque -dispara Rueda- “Mi mayor prejuicio soy yo mismo”. No hablamos de un pensamiento ideológicamente fuerte: no hay una justificación estética detrás -lo que, según reconoce, puede generar antipatía hacia él.
El creador se desnuda para recordarnos que, ante su obra, estamos en igualdad él y nosotros.
“No sé lo que busco, tampoco encuentro nada”
Dentro de un instante (2001-2015), de Jesús Rueda (Diminutos salvamentos, Progresele, 2015). http://www.diminutossalvamentos.blogspot.com.es/
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