El director italiano Gabriele Muccino ha logrado el éxito en Hollywood con dos melodramas al servicio de Will Smith: En busca de la felicidad y Siete almas. Después del fiasco de la comedia romántica Un buen partido, el realizador vuelve a los terrenos lacrimógenos con De padres a hijas, una película que como en su primer largometraje estadounidense se centra en la particular relación de un progenitor con su vástago que, en esta ocasión, es una hija. El largometraje se desarrolla en dos épocas: el pasado, cuando la niña y padre, un famoso escritor, tuvieron que afrontar juntos la perdida de la madre de la primera y la esposa del segundo, y el tiempo presente, cuando la pequeña se ha convertido en una joven que trata de ayudar a otros menores en su labor como asistente social y mantiene relaciones poco estables con el sexo opuesto.
Muccino, que cuenta con un poco distinguido guion de Brad Desch, aglutina sin mucho orden ni concierto problemas psicológicos y psiquiátricos, conflictos por la custodia de menores y drama románticos en un producto que tiene como único propósito provocar el llanto del espectador. En algunos casos, la cinta incluso cae en la más profunda inverosimilitud. Por ejemplo, parece imposible que un hombre que tiene ingerir potentes psicofármacos, como el novelista encarnado por un espléndido Russell Crowe, no pare de escribir a pesar de los efectos secundarios de este tipo de medicinas. Por otra parte, tampoco se entiende que los personajes de los cuñados del escritor, que pretenden arrebatarle a la niña de sus ojos, estén perfilados como si fueran risibles malos de opereta, un rasgo acrecentado más si cabe por las histriónicas y algo grotescas interpretaciones de Diane Kruger y Bruce Greenwood.
A todo ello hay que añadir la poco consistente fundamentación psicológica de la promiscuidad sexual de la hija en su edad adulta, que parece fundamentarse en la trágica historia que vivió con su progenitor en su infancia.
No obstante, la película logra no naufragar completamente gracias a algunos de sus actores. Además del citado Russell Crowe, que emociona con su papel de progenitor amantísimo, destacan las sólidas interpretaciones de Amanda Seyfried, que aborda sin excesos el papel de hija traumatizada; Aaron Paul, comedido como el novio que intenta comprender su comportamiento, o una espléndida Jane Fonda, que imprime carácter a su anecdótico rol de agente literaria. Sus respectivos trabajos elevan un convencional melodrama con elementos de culebrón que nunca acaba de ser convincente a causa de una historia poco creíble y una realización que no va más allá de la más sosa corrección.