Por NACHO CABANA
“Ahora todo el mundo tienes imágenes de todo” dijo Richard Billingham en la presentación de su película Ray & Liz en el marco del D´A 2019 “pero eso no era así cuando yo era pequeño. Con mi largo he querido ponerle imágenes a mis recuerdos”. Semejante declaración de intenciones hace pensar en la enésima película nostálgica acerca del paraíso perdido de la infancia.
Pero nada más lejos de lo que finalmente resulta ser Ray & Liz. En primer lugar porque la mirada de Billingham, prestigioso fotógrafo (hay obra suya en el Victoria & Albert Museum), es empática pero en absoluto echa de menos sus años infantiles y de preadolescencia. Y no hay, además, manera de que lo sea porque Billingham se crió en el seno de una familia completamente desastrosa, perteneciente a los estratos sociales más desfavorecidos en el Reino Unido; personas que viven de las ayudas públicas y que -en sus palabras- “se gastan todo el dinero que reciben en los primeros días porque son incapaces de ver más allá del momento”. Un padre en permanente estado de embriaguez y una madre que no hace sino fumar y engordar; una pareja encerrada en su casa llena de basura y ya retratada por Billingham en varios trabajos fotográficos (Black Country, Zoo y Landscapes 2001-2003) que le dieron fama y que aquí cobran vida gracias a los magníficos trabajos de sus actores Ella Smith y Justin Salinger.
Un universo que Billingham compara muy brillantemente en Ray & Liz con los animales de todo tipo y tamaño que pueblan cada rincón de sus planos. Desde los insectos que se pegan a las bombillas del dormitorio (y que es lo primero que ve el Ray anciano al despertarse) a esa jirafa enclaustrada en un zoo imposible pasando por caracoles en tuppers y perros en cajas de cartón.
Ray & Liz agarra el tono al introducir (en la segunda mitad de su primer segmento) elementos de humor negro (que no todo el mundo sabrá disfrutar) y no lo suelta en todo su metraje. Contiene unas elegantísimas elipsis temporales y una composición de los planos en 4:3 que denotan el origen fotográfico de su autor. Imprescindible. Es un poco como si John Waters hubiera rodado Boyhood (2014) de Richard Linklater.
Tampoco en su mejor momento están la joven madre (Virginie Efira) y su hijo (Kacey Mottet-Klein) que protagonizan Continuer, la nueva película de Joachim Lafosse rodada en Kirguistán. En ella, el autor de Los caballeros blancos (2012) cuenta el viaje que hace una mujer para intentar recuperar la relación con su vástago adolescente tras una serie de incidentes por parte de ambos y de los que ella se siente culpable. Lafosse, sabedor de que esos conflictos no son más que un McGuffin, les dedica poco tiempo y se centra en retratar su pareja protagonista en grandes espacios abiertos, haciéndole vivir situaciones cercanas al western que tienen sus mejores momentos cuando ella se tiene que enfrentar al nulo interés de él por estar allí y hacerse su amigo.
Bien filmada e interpretada, Continue se resiente de que los inevitables pasos hacia adelante en la reconciliación la acercan peligrosamente a una de esas feel good movies (de autor, eso sí) que tanto gustan a millones de franceses cada semana.
Alice T. de Radu Muntean viene a ser algo así como la versión milenial de 4 meses, 3 semanas y dos días de Cristian Mungiu. La película sirve antes que nada para constatar como ha cambiado la sociedad rumana (y no solo respecto al aborto) desde los tiempos narrados en aquella Palma de Oro hasta hoy. Y también para observar que el descerebramiento adolescente es ahora en el país del Ceaucescu similar y paralelo al de cualquier sociedad occidental.
Lo mejor de Alice T. es la grieta que se abre entre lo que la protagonista (estupenda Andra Guți,) le dice a sus padres y lo que hace realmente. No está tan desarrollado como debiera esa contradicción pero sí mostrado (sobre todo en la secuencia del sangrado en la casa de la amiga) que los padres no tienen ni idea de lo que pasa cuando sus hijos se quedan solos en casa o simplemente cierran la puerta de su cuarto. Algo que enlaza limpiamente la película de Muntean con la primera temporada de la serie Por treces razones (2017) de Brian Yorkey.
Hay ocasiones en que un/a cineasta no se da cuenta (o pasa por alto) dónde tiene realmente una película interesante y se dedica a filmar lo que rodea a ésta. Es lo que le pasa a Dominga Sotomayor en Tarde para morir joven. Un grupo de varias familias más o menos hippies viven en una comunidad autogestionada en las afueras de Santiago de Chile durante la dictadura de Pinochet. Podrían haber sido como los falsos colonos de M. Night Shyamalan en El bosque (2004), viviendo una fantasía en un universo perfecto y cerrado hasta que el mundo exterior irrumpe en él. Pero las referencias a la dictadura militar se limitan a un par de veces en que los protagonistas se cruzan con un control militar y el grueso de la narración se centra en el “coming of age” de un personaje (correctamente interpretado por Antar Machado) de apariencia demasiado adulta para que sea creíble su frustración ante la ausencia de la madre, conflicto por otro lado tan tópico como obviamente desarrollado en el guion.
Sotomayor filma con pulso y gusto por la composición en textura ochentera y abre y cierra su película con dos secuencias (las de perro) con la fuerza y el misterio que le falta al resto de Tarde para morir joven.
Finalmente, la búsqueda del padre vertebra la fallida His master´s voice de György Pálfi. Una película que demuestra,, una vez más, lo difícil que es adaptar a Stanislav Lem y que se entienda todo. Tiene algunas imágenes potentes pero el film avanza por caminos demasiado trillados en su trama convencional y demasiado crípticos en la trama relacionada con la física cuántica.