A pesar de ser uno de los filósofos cuyas obras se venden con más soltura en la actualidad, el pensamiento de Nietzsche está repleto de senderos inescrutables -y siempre inagotables- que precisan de una virgiliana guía que permita al lector, en su estudio de los libros del genio alemán, trazar una segura vereda a través de su inmensa –y en ocasiones fragmentaria– producción.
Convencido de su tarea crítica, escrutadora, Nietzsche presentaba su programa en los primeros parágrafos de Aurora:
Emprendí algo que no podría ser asunto de cualquiera: descendí a la profundidad, horadé el fondo, comencé a explorar y a socavar la antigua confianza sobre la que nosotros los filósofos llevamos unos cuantos milenios construyendo como si del suelo más firme se tratara, una y otra vez, a pesar de que hasta ahora todos los edificios se han derrumbado. Comencé a socavar nuestra confianza en la moral. ¿Es que aún no me entendéis?
Un imperativo filosófico al que Nietzsche se entregó con auténtica fruición y que representa uno de los estandartes diferenciales de su pensamiento. Pocos autores, hasta su fulgurante aparición en la distinguida escena filosófica, se habían permitido considerar la moral no ya como asunto de reflexión, sino como verdadero problema humano que no podemos postergar. Es en Aurora, precisamente, donde Nietzsche anuncia un mañana presidido por «una inversión de todos los valores».
La moral logra, a menudo con una simple mirada, paralizar la voluntad crítica, incluso atraerla a su parte […]. La moral domina desde antiquísimo todas las artes diabólicas de la persuasión […]. Desde siempre, desde que en el mundo existe la palabra y la persuasión, la moral se ha revelado como la maestra suprema de la seducción —y, por cuanto nos atañe a nosotros los filósofos, como la auténtica Circe de los filósofos.
Sin embargo, la obra de Nietzsche es demasiado amplia como para anclarla de una vez por todas a una única preocupación (por mucho que la inquietud por la moral establecida, por esa moral decadente contra la que tanto y tan férreamente arremetió, constituyera uno de los pivotes sempiternos de su labor como pensador). Arquitectónicamente, Nietzsche podría representar -más que ningún otro filósofo- un laberinto en el que él mismo ejerce como minotauro. El lector y estudioso, convertido en Teseo, habrá de vérselas con un enemigo que, a diferencia del personaje del mito, es inmortal de un modo peculiar, pues su inmortalidad se cifra en la pluralidad de interpretaciones que sobre su rostro circulan. Todos creen saber quién es Nietzsche, dónde se esconde el minotauro, pero cuando menos lo esperamos, y siempre de espaldas (no por cobardía, sino por pura estrategia sorpresiva), arremete contra el incauto curioso, quien es entonces devuelto -en un juego eterno– al comienzo del laberinto.
Como explica el profesor Enrique Salgado Fernández al comienzo del excelente, prolijo (427 páginas, de las que no sobra ni una) e imprescindible volumen que os recomiendo, Cumbre y abismo en la filosofía de Nietzsche. El cultivo de sí mismo, el pensamiento del alemán «constituye una invitación a desaprender (verlernen); un olvido activo de todo lo que hemos incorporado perniciosamente a lo largo de siglos. De esa herencia recibida, ingrediente primordial es la desnaturalización, y uno de sus síntomas primarios es la actitud ante el cuerpo». En Crepúsculo de los ídolos (5, 4), escribía nuestro protagonista:
Toda moral sana está regida por un instinto de la vida […]. La moral contranatural, es decir casi toda la moral hasta ahora enseñada, venerada y predicada se dirige, por el contrario, precisamente contra los instintos e la vida —es una condena, a veces encubierta, a veces ruidosa e insolente, de esos instintos.
En un apasionante recorrido -serio y riguroso, pero escrito en un lenguaje cercano y elegante que nada tiene que ver con el propio de un manual académico- por el conjunto del pensamiento nietzscheano, Salgado pone sobre la mesa el instrumental necesario para encarar el amplio elenco de asuntos que Nietzsche abordó a lo largo de su vida: inconsciente, cuerpo, sufrimiento y dolor, arte, muerte, importancia de la filosofía, moral y religión, voluntad de poder, superhombre, virtud… Y es que, como apunta Enrique Salgado, y como ya hemos señalado más arriba,
No hay en Nietzsche un único centro, o pensamiento fundamental, sino varios […] que se nutren entre sí complementándose y limitándose. El eterno retorno, considerado de forma unilateral y convertido en un absoluto, pondría en un serio aprieto a la figura del superhombre como proyecto de futuro, dañaría también la médula de la superación de sí mismo y el sentido de la acción. Si se aborda el pensamiento de Nietzsche de una forma escolástica, prescindiendo de su carácter esencialmente móvil, se puede caer en contradicciones insuperables.
Un libro que ha de convertirse en referencia obligada para todos aquellos lectores interesados en el pensamiento de Nietzsche, así como para aquellos estudiantes que se enfrenten por primera vez a las obras del alemán y deseen arrostrarlo a hombros de gigante.
Porque, entre todas las notas positivas que podrían predicarse del título de Enrique Salgado (editado en Plaza y Valdés), destaca la constante invitación a leer al propio Nietzsche. Una invitación en la que Salgado adopta el papel de Virgilio en la Divina Comedia, y nosotros, incautos -pero decididos-, el de un Teseo que no sólo se atreve a imaginar un rostro para el minotauro, sino que se embarca en la tarea de, algún día, poder retratarlo. Y quizá sea esta la única -y magnífica- victoria que obtengamos de la lectura de los textos de Nietzsche. A diferencia de medusa, de mirada petrificadora, el nietzscheano minotauro invita a volver a comenzar, una y otra vez y sin posibilidad de detención, un eterno -pero tan fugaz- recorrido interpretativo.
Todo va y pasa —todo regresa— y el mismo ir y pasar regresan. —Este ahora ya fue incontables veces. Esta doctrina no fue nunca enseñada ¿cómo? Incontables veces fue ya enseñada. Zaratustra la enseñó incontables veces. (KSA 10 18 [14])