La Chorónica digital de Carlos Grande, también conocida como Crónica digital de Carlos Grande (Evohé Ediciones, 2013), de Francisco José Martínez Morán es una de las primeras intervenciones directas del blog, las redes sociales, el espacio digital, en fin, en la poesía. Otras propuestas han ido en la dirección opuesta: ya se han recogido poemas escritos en blogs en antologías, se han incluido en libros, etcétera. La novedad de este libro extraño como la realidad misma, como la extraña, a fuer de cercana, realidad digital, radica en que es la mirada poética la que nos habla de y desde rincones virtuales. Es la peculiar mirada poética de Carlos Grande, ingeniero aeronáutico, astrónomo, “poeta sublime”, la única que puede asignar los códigos mitológicos del espacio exterior a ese otro espacio, exterior e interior, en que se ha convertido la red. Martínez Morán sabe como resignificar la realidad: lo había hecho con la herencia clásica en “Variadas posiciones del amante” (II Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande de la Universidad Popular José Hierro de Getafe, 2006) y en “Tras la puerta tapiada” (XXIV Premio de Poesía Hiperión, 2009), y ahora lo hace de nuevo, sin abandonar esa herencia, pero con una visión del presente a veces descorazonadora –Carlos Grande es máscara real de testimonios reales, sólo perceptibles en una lectura entre líneas.
“Júpiter (IV)
No es otro el ojo: el párpado es el tuyo, el iris que te sigue no le pertenece a nadie más que a ti.
Vuelve el rostro, compruébate en sal y desencanto.”
Frente a la sensación de separación del propio ego, el aniquilamiento de la voluntad ética, poética y política que produce Internet, esta reunión de crónicas de viajes, informes y poemas puede generar una observación productiva, no la observación cómplice, ni la mirada ingenua, ni siquiera la mirada enfermiza del adicto, aunque algo enfermizo, arrebatado, como una memoria funesta, recorre sin duda estas páginas: “Como si pudiéramos hacer otra cosa distinta a observar, como si pudiésemos tener menos de cien pestañas abiertas en el explorador, como si todo el mundo al unísono olvidara que cuando pase de nuevo el Halley por aquí, estaremos todos muertos.” La muerte está presente, porque constantemente hay destrucción en nuestra vida virtual: por una especie de rito ancestral los perfiles de los muertos son condenados a permanecer ahí, expuestos, a la vista de curiosos, amigos o no, sin posibilidad de reencarnación en otro usuario; mientras otros usuarios se destruyen directamente, también en público, como el suicida encerrado su celda, ante la mirada atónita, indiferente o favorable -qué más da cómo se comporte uno ante tal espectáculo- de los que los contemplan.
“Vesta (II)
¿A qué fuego consagráis vuestra belleza?, ¿qué llamas aviváis cuando ofrecéis el rostro, vuelto a la luz incierta de la mirada ajena, a una farsa de pureza cadavérica?
Da igual que sean muros, rejas, tornos, playas o colchones en un cubículo: estáis encerradas en vida y solo podéis arañar el suelo que os absorbe para encontrar más piedra y más frío y más muerte.”
La muerte que ya no es el fin de la Historia, sino la extensión ante nuestra mirada de la Historia entera en todo su despliegue: “Una y otra vez, repetimos la ceremonia del acontecimiento planetario, del punto de inflexión, de la piedra de toque. Las imágenes del siglo se suceden, no son más que una búsqueda en Google o Bingk, no hace falta sino seleccionar una entrada entre millones […] Todos somos testigos”. El testimonio de Grande es, como el propio Grande no se cansa de repetir, cósmico, “grande”, enorme. Por eso, ante la pérdida irremediable en un océano que es olvido (Neptuno III) y acumulación de objetos -materiales- Grande bucea en esa “fabulosa Atlántida de memorabilia y coleccionismo”:
“millones de libros digitalizados o a la venta física (desde el Espejo de Marcos Martínez a las obras descatalogadas de Cioran), incunables, postincunables y retablos barrocos, clásicos de la música, el cine y la televisión a menos de un tamborileo de teclado: cajitas de muñecas, fotografías y daguerrotipos centenarios, revistas de moda de 1905, colchas de patchwork, anillos de latón, manuscritos de Fante y Corín Tellado, leikas, lámparas tiffany, sillas Le Corbusier, vinilos de Blondie, el Neufert, marionetas de Caponata, colecciones de cromos de la liga sueca de fútbol (liga 1985-1986), sujetadores art déco, algo de Pushkin (no queda claro qué), revistas guarras, consoladores sin apenas uso […]”
El recorrido por este inventario hace pensar en el lugar que ocupan esos objetos: dónde están almacenados, a la espera de quién, qué uso se les dará si no consiguen llamar la atención, o si lo consiguen. Y, junto a estas preguntas por el lugar o el uso, también, inevitablemente, el otro lado de la pantalla, el campo no menos vasto de la Ética: “¿Quién quiere ver eso?, ¿por qué y para qué? Pero, más allá, ¿tenemos derecho a denunciarlo, a censurarlo o a criticarlo como yo estoy haciendo aquí y ahora? ¿Eres tú uno de los consumidores? Y si es así, ¿cómo soportas tanto infierno, tanta carne humana mancillada?”. Quizá Grande no sólo sea entonces un fetichista de planetas y webs, como podría pensarse (¿pasar revista a internet?, ¿un catálogo poético de lo virtual?), quizá su mirada -la mirada poética- sea la única capaz de recoger todos esos objetos, de no olvidarlos, aunque sea a fuerza de sacrificar, desde dentro de la vorágine de soledad y espanto que describe, esperanzas y sueño.
“¿Cómo le digo que no puedo encontrarme? Eso ya lo sabe, pero necesito decírselo de nuevo, necesito a alguien que lo escuche.
Cinco minutos más y apago. Hasta menos cuarto y cierro el chat.
O hasta las dos: que mañana es domingo y yo soy una mierda.”
En esta crónica digital el ejercicio de estilo es lo de menos: ni la crónica, ni lo digital deben importar demasiado a la hora de juzgarla. Sumérjase el lector en sus páginas y abrirá una puerta desconocida, hermosa y terrible, a esa cara oculta nuestra, suya, en que se ha convertido internet.
Crónica digital de Carlos Grande, de Francisco José Martínez Morán. Ediciones Evohé. Colección Intravagantes, 2013. 160 páginas, 14,50 €.
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