Crítica de ‘Ena’ (RTVE): cuando ni la historia ni la ficción se atreven a serlo

Categoría: ,
Kemberley Tell es Victoria Eugenia en “Ena”
Kemberley Tell es Victoria Eugenia en “Ena”

El problema de Ena. La reina Victoria Eugenia (RTVE, 2025 )no es únicamente una cuestión de medios, ni siquiera de interpretación actoral o de factura técnica. El problema de fondo es más profundo y más incómodo: la serie se instala en una tierra de nadie narrativa, un espacio híbrido en el que ni el rigor histórico ni la ficción romántica encuentran una forma clara de expresión. Y cuando una obra pretende hablar de la monarquía española contemporánea sin decidir desde dónde lo hace, lo que emerge no es complejidad, sino ambigüedad.

Porque Ena no es una historia remota. No es una ficción medieval ni una saga dinástica del siglo XVIII. Es el origen inmediato del reinado de Juan Carlos I, el punto de partida de la restauración borbónica actual. No hay distancia temporal suficiente como para envolver estos hechos en celofán narrativo sin consecuencias ideológicas.

Alfonso XIII: un rey sin épica. La serie pretende articular un relato sentimental en torno a Alfonso XIII, pero elige como eje romántico a un personaje que carece de épica histórica y de densidad moral. Alfonso XIII nació rey, no conquistó nada, no defendió nada, no perdió nada por decisión propia. Fue un monarca formado en la convicción de que su autoridad era natural, casi teológica, heredada sin esfuerzo.

Toda la prudencia política y el sentido de Estado de su madre, la regente María Cristina de Habsburgo-Lorena, se diluyó en un reinado errático, irresponsable y frívolo. Rodeado de un entorno que reforzó su idea de excepcionalidad —esa noción borbónica de estar “por encima” de la historia— Alfonso XIII nunca comprendió el país que gobernaba.

El atentado del día de la boda de Alfonso y Victoria Eugenia, marca un inicio, en que todo irá a peor
El atentado del día de la boda de Alfonso y Victoria Eugenia, marca un inicio, en que todo irá a peor

La serie suaviza este perfil, lo humaniza sin contextualizarlo, y al hacerlo despolitiza un reinado que fue profundamente político en sus consecuencias: Marruecos, la represión social, la connivencia con la dictadura de Primo de Rivera y, finalmente, la huida sin abdicación.

Una boda sin romanticismo y una tragedia anunciada. Nada tuvo de romántica la boda con Victoria Eugenia de Battenberg. El atentado que la marcó no fue un accidente anecdótico, sino la expresión de un malestar social profundo. La advertencia sobre la hemofilia —conocida en la descendencia de la reina Victoria— fue ignorada con ligereza. No por amor, sino por capricho.

El resultado fue devastador: dos hijos varones muertos prematuramente, una reina culpabilizada de una tragedia genética y un rey que nunca asumió responsabilidad alguna. La serie opta por el melodrama íntimo, pero evita el conflicto estructural: la monarquía como institución incapaz de corregirse a sí misma.

El heredero que no le interesaba a Alfonso el africano. La omisión más significativa es la figura de Juan, el único hijo sano. Juan de Borbón no fue preparado para reinar porque Alfonso XIII nunca concibió seriamente la necesidad de preparar a un sucesor. Se le formó como marino, no como jefe de Estado. Solo cuando la realidad se volvió insostenible -y ya en el exilio a punto de morir- se le designó heredero, ocultando las verdaderas razones: la enfermedad, la sordera y la inviabilidad dinástica de los otros hijos. Este vacío formativo no es anecdótico: explica en gran medida la fragilidad institucional posterior.

Joan Amargós es Alfonso XIII
Joan Amargós es Alfonso XIII

Exilio sin tragedia. El exilio de Alfonso XIII fue cómodo, errante, desprovisto de grandeza trágica. No fue un rey derrotado ni un mártir político. Fue un monarca desplazado que siguió viviendo como tal, alojado en hoteles, alejado de cualquier noción de responsabilidad histórica.

La escena final de Victoria Eugenia acudiendo a su lecho de muerte encierra toda la paradoja: una mujer que lo perdió todo —país, hijos, posición— y un hombre que nunca perdió nada porque nunca sintió que algo fuera suyo en sentido moral.

De la novela rosa a la serie tibia. La adaptación de la novela de Pilar Eyre arrastra su origen: un relato centrado en la mujer engañada, errante, sentimentalmente devastada. Como novela de entretenimiento funciona; como base para una serie histórica, exige una relectura crítica que aquí no se produce.

Las comparaciones con la figura de Sofía de Grecia y el reinado de Juan Carlos I surgen inevitablemente. No porque las situaciones sean idénticas, sino porque los patrones de comportamiento se repiten. La diferencia no está en los hechos, sino en cómo se responde a ellos.

Una pobreza estética que también es ideológica. La serie fracasa también en lo visual. Los palacios ingleses parecen decorados provisionales, las estancias carecen de peso simbólico y los personajes históricos —especialmente figuras como Eugenia de Montijo— están desprovistos de aura. No es solo un problema de presupuesto: es una falta de apuesta estética.

Kemberley Tell es Victoria Eugenia en Ena
Kemberley Tell es Victoria Eugenia en Ena

O se opta por el rigor sobrio, casi documental, o se elige el exceso romántico. Aquí no hay ni una cosa ni la otra.

Historia o fábula: hay que elegir. La comparación con Sissi no es banal. Aquellas películas falseaban la historia, sí, pero creaban un mito coherente, capaz de alimentar la imaginación colectiva. Romy Schneider lo entendió tan bien que más tarde reconstruyó al personaje desde la verdad amarga con Visconti en Ludwig, encarnando la desolación de Luis II de Baviera.

Ena no elige. No se atreve ni a mentir con belleza ni a decir la verdad con crudeza.

¿Para qué sirve Ena? Esa es la pregunta final. En un país donde la monarquía arrastra exilios, silencios y zonas oscuras, una serie así no puede ser inocente. Y sin embargo lo parece. Demasiado tibia para incomodar, demasiado cercana para fabular. Desde la instauración borbónica, la estadística es elocuente: de cada dos reyes, uno acaba en el exilio. No hay glamour en esa cifra, hay historia.

Por eso resulta desconcertante que un profesional solvente como Javier Olivares haya firmado un producto que evita decidir qué quiere contar. Cuando una obra no toma partido —ni estético ni ético— lo que queda es un relato sin verdad y sin magia.

Compartir este artículo

Facebook
Twitter
WhatsApp

Nuestras Redes Sociales

Libro del mes

Picture of Luis Muñoz Díez

Luis Muñoz Díez

Desde que me puse delante de una cámara por primera vez, a los dieciséis años, he ido fechando mi vida por las películas y las obras de teatro. Casi al mismo tiempo empecé a escribir de cine en una revista entrañable, Cine Asesor. He visto kilómetros de celuloide en casi todos los idiomas, he pasado buena parte de mi vida en el teatro —sobre el escenario o sentado en una butaca— y he tenido la suerte de tratar, trabajar y entrevistar a muchos de los que antes me emocionaron como espectador. Creo firmemente que algunas premoniciones se cumplen cuando quien las pronuncia tiene el ascendiente suficiente; y a mí, la persona con más autoridad en mi vida me dijo: “Vas a ser alumno de todo y maestro de nada”. Y así ha sido. He estudiado cine y teatro, he leído todo lo que ha caído en mis manos, he trabajado como actor y como ayudante de dirección, he escrito novelas y guiones, he retratado a toda persona interesante que se me ha puesto a tiro… y la verdad, ni tan mal. Hay quien nace sabiendo; yo prefiero morir aprendiendo. Y aquí estoy ahora, en la Cultural Tarántula, con la intención de animaros a leer, ver cine o acudir al teatro, donde siempre nos espera una emoción irrepetible que, por un instante, nos hace creer que en la vida lo mejor está siempre por venir.

Nuestras últimas publicaciones