El encogimiento de hombros puede ser una buena postura ante la creencia en la trascendencia. Indica capacidad de análisis y razonamiento ajustado. La creencia en tales entes puede no ser desorbitada si se cumplen algunas condiciones.
En primer lugar, separar tajantemente la experiencia de la fe de toda experiencia que intente validar cuestiones propias de la inmanencia. En segundo lugar, suturar de alguna manera la brecha creada con la primera condición en forma de recosido del himen psicológico, pero sin invalidar la primera condición.
Nadie puede saber…más de lo que se pueda saber. Este principio axiomático debería guiar la acción y el pensamiento tanto del creyente como del incrédulo. Indicar que su acometida produce un gran bien tanto psicológico como espiritual.
Porque el autoempaquetado del conocimiento que genera servirá de cimiento para un mejor pasar del propio conocimiento. Así, limitar el alcance de lo cognoscible en sus propios límites nos encapsula en este bajo mundo como seres autosuficientes.
Y libres de hacer y de pensar a nuestro antojo, siempre que no contravengamos los límites del conocimiento ajeno, que son también -por autoempaquetados sucesivamente ampliados-, los nuestros propios.
Y, me diréis, ¿si se llega por autoempaquetados sucesivos a cubrir el Universo, no nos estaremos contradiciendo? No, porque no hay nunca un último autoempaquetado desde el que se observe con ojo panóptico a todos los que caen bajo este mismo.
Por definición, nos embarcamos en una regresión infinita desde la que nunca se puede dar el salto a la hipotética eternidad. Es, así, el principio del conocimiento el final de nosotros mismos y viceversa.
Esto desde el punto de vista de la epistemología. Desde la psicología las cosas son un poco más complicadas, para el no creyente que intenta analizar la psicología del creyente bien proporcionado.
En efecto, siempre observará un hiato entre el mundo de la fe y el mundo de la experiencia que no atinará a comprender como se puede soldar o bien sobrellevar sin esquizofrenia aparente.
Ese es el misterio de la fe que produce grandes beneficios, psicológicamente estudiados, a la persona creyente. Mayor grado de felicidad, de bienestar general, de autosatisfacción…
Me recuerda esto a la apuesta de Pascal que dijo a los jugadores de este mundo: “Apostemos por la fe porque si ganamos, lo ganamos todo y si perdemos, no habremos perdido nada”.
Efectivamente, pero se olvidó Pascal de un principio psicológico básico: la creencia no se asume libremente, no es racional ni podemos elegir una u otra a nuestro antojo, sino que es el producto de una intrahistoria complejísima en la que aprendizajes inconscientes y mecanismos desconocidos juegan el todo.
Dejemos jugar el sempiterno partido entre creyentes y no-creyentes, siempre al borde del match-point.