Llegado el momento en que caes en la cuenta de que la vida, en ocasiones, resulta más parecida de lo que desearías a esos libros de Elige tu propia aventura que leíste de pequeño en los que una mala elección te llevaba a acabar tus días en las garras de un grifo (así se llama el ser mitológico mitad águila mitad, mitad león), no está de más darse una vuelta por Madrid y saber qué tal les va a los que deciden dedicarse a lo que realmente les apasiona.
A los músicos del documental Los zapatos no vuelan (Francisco Gené Cort, 2016) te los puedes encontrar cualquier noche sobre el escenario de la sala El Sol o de la Burly, lo mismo alguno de ellos estaba tomando una cerveza en la mesa de al lado la última vez que te sentaste en una terraza de Malasaña. En menor a mayor medida, a Sex Museum, a Garaje Jack, a Crudo Pimento, a L.A., a Los DelTonos, a Alfa, a Le Punk y a Viaje a 800 se les pueden aplicar, con mucha precaución, alguna de estas etiquetas: underground, independiente, de culto. En definitiva, conjuntos apreciados por la crítica especializada y por un número no del todo elevado de incondicionales que se identifica plenamente con lo que representan pero cuyos integrantes tienen que descargar el equipo de sonido de una furgoneta y miden sus ingresos derivados de la música en meses de alquiler.
Entre los testimonios de Los zapatos no vuelan se intercalan fragmentos de actuaciones en directo, extractos de artículos de prensa y alguna que otra entrevista de años atrás. Sin grandes alardes, Gené consigue que el espectador se haga una idea de qué música hacen estos grupos, por qué la hacen y para quién la hacen; es un universo que presenta cierta similitudes con el de las estrellas del rock (procesos creativos complicados, giras, hoteles, rupturas), en el que los lunes equivalen a la vuelta a la cotidianeidad (se habla de curro, de críos, de paro) y al que todos los entrevistados se enorgullecen, y mucho, de pertenecer (“nos va la vida en ello”).
Las entrevistas se fragmentan para organizarse de una manera que permita al director tratar los temas que le interesan con cierto orden. Aunque en los créditos de inicio nos aseguren que la película va de músicos y no de música (da la sensación de que la intención primera, de tener alguna, de Gené es mostrarnos la cara B de la industria musical, la vida y las inquietudes de estos músicos, digamos, de clase media), resultan de especial interés las cuestiones que se plantean: ¿hay algo más allá de transmitir y contar historias? ¿Tiene sentido el ansia de huir de lo cotidiano? ¿No es este cultivo de vanidades una forma de desfogarse y de escapar de la ansiedad y de la depresión? ¿A qué estarían dispuestos con tal de llegar al gran público? ¿Qué sentido tiene dedicarse a la música ahora que, en cierta manera, está bien visto robar arte y que la calidad de las grabaciones se degrada? En ochenta minutos de metraje hay espacio para reflexionar sobre el éxito, la fama, el poder y el dinero, para resaltar la importancia de dedicarnos con vehemencia a lo que nos fascina y, por supuesto, de contar con un manager bien relacionado.
Garaje Jack se despidió de los escenarios cantando Sabor a sal; a veces, eso es todo lo que nos queda. Es posible que alguno de los músicos entrevistados logre el ascenso a primera división (L.A. comparte cartel con Neil Young, The Prodigy y The Who en el próximo MadCool Festival), pero, acaben o no triunfando, todos coinciden cuando se les pregunta acerca de lo que se siente allí arriba. Quizá convertirse en la banda sonora de alguien ya sea un éxito: después de todo, me encantaban aquellos libros de Elige tu propia aventura, por mucho que supiese que un grifo acechaba hambriento.