Tengo por costumbre reseñar libros de poesía en la sección de Pensamiento. Siempre me ha dado la impresión, quizás por falta de madurez lectora, de que un verso posee una fuerza evocadora y literaria de la que -en muchas ocasiones- la prosa se halla exenta. Es por eso que la lectura de un libro de poesía no puede llevarse a cabo de la misma manera que una novela o un ensayo.
Un buen poema empuja al lector a hacerse cargo, implícita o explícitamente, concienzuda o instintivamente, de numerosos factores, inherentes a la naturaleza misma de la poesía. En ésta, a diferencia de otro tipo de textos, estructura y sentido cobran un valor conjunto que no puede sino sorprender. En la poesía no se espera que el desarrollo de los versos nos conduzcan a una conclusión irrefutable o a un final conclusivo y definitivo (que ponga en paz, de una vez por todas, el ánimo del lector). El atractivo de los versos reside en transportar al propio lenguaje a cotas insospechadas de elocuencia: tratar de decir lo indecible a través de la musicalidad poética, tal es su propósito.
Tengo el gusto de recomendaros el nuevo título de la colección de poesía de la editorial cántabra Quálea (dirigida por Carlos Alcorta y Rafael Fombellida), galardonado con el Premio de Poesía José Luis Hidalgo en su edición de 2012, concedido por el Ayuntamiento de Torrelavega: Cine, de Martín Bezanilla, joven autor nacido en 1984 (Selaya, Cantabria), al que se nos presenta casi de modo kafkiano en una de las solapas del volumen: «estudió Filología Hispánica y trabaja en una fábrica».
En el texto de contraportada, en el que se nos informa sobre la intención del autor, leemos:
Hay un lugar donde realidad y ficción se desconocen. Es el lugar que habitamos cuando escogemos el reflejo de la vida antes que la propia existencia. Es ahí, en ese extraño paraje, donde surgen y se proyectan los poemas de este cine transitado por la inacción de unos héroes condenados a realizar hazañas insustanciales, a no hacer nada o a dejarse hacer. Ese lugar es un espejo para el lector. Un espacio para analizar lo real, lo deseado, la intemperie, el devenir, el amor, aquello que imaginamos y demás universales poéticos que constituyen la vida y su reflejo.
Martín Bezanilla transita e investiga, a través de los poemas que componen Cine, este extraño lugar, a mitad de camino entre la carnalidad insultante del mundo tangible y lo vaporoso de la ensoñación, en el que el ser humano espera encontrar una certidumbre muy particular: aquella que le habla de sí mismo. Aunque, como explica Bezanilla en «Thriller«, «Nadie/ me salvará del misterio/ del mañana», nadie podrá irrumpir definitivamente en el seno de la existencia sin que la nostalgia de lo invisible (en expresión de Novalis) se le imponga, irreverente, como anhelo eternamente vedado.
Cine se compone de dos partes bien diferenciadas. La primera, casi a modo de diccionario poético, en la que el autor propone sugerentes definiciones -repletas de una fresca ironía- de distintos géneros cinematográficos: «Comedia romántica», el «Documental», el ya mencionado «Thriller» o la «Ciencia ficción». La segunda, más extensa y abierta, se hace cargo de diversos temas en los que el cine -y la metáfora del reflejo, como escenario paralelo en el que poeta y lector se encuentran– ejerce como una suerte de mecanismo diferenciador entre la ficción y la realidad.
Y es que, como escribe Martín Bezanilla en el poema «El sueño de Clark Kent», «Si pones un espejo frente a otro,/ en medio se proyecta el infinito», es decir, entre ellos media a la vez todo y nada. Acaso sea ésta la característica que mejor describa eso a lo que llamamos «realidad»: que es tanto y tan de veras, que también es cierto que no es. En un magnífico juego que tiene como protagonistas al fallecido actor Christopher Reeve, Superman y Clark Kent, Bezanilla confunde al lector -y parece que quisiera también confundirse a sí mismo- cuando escribe:
No te extrañe
que mis sueños
tengan las vértebras
quebradas,
si, en realidad,
Superman murió
en una silla de ruedas.
En Cine, ficción y realidad se dan la mano hasta desdibujar fatalmente sus fronteras. «¿Qué hay -se pregunta el autor en «Construcción», quizás uno de los poemas más evocadores del volumen-, excepto vida/ que no me deja respirar,/ en los castillos que construyes/ en el aire? ¿Dónde esta asfixia/ que nos cobija del derrumbe?». Y responde…: «No hay lugar./ La realidad es un peaje/ donde rasgamos las retinas». Y podemos añadir: a fuerza de creer en la realidad. Una realidad constituida por el tiempo, que como fina arena se cuela entre los dedos:
Porque nos gusta ver
que el tiempo
se ha centrado más en otros.
Aunque, sentencia brillantemente Martín Bezanilla en este poema titulado «Superman ante el espejo»: «Qué más da,/ si todo suena igual/ cuando te derrumbas». El sonido del golpe producido por la aparatosa entrada de lo real en el territorio de lo onírico no es más que una de las posibles traducciones de ese llevar a la conciencia, de manera clara y distinta (se puede decir, con el filósofo), la fusión de ambas instancias: sueño (como speculum, como reflejo de lo que creemos real, inamovible) y realidad -tan divergentes pero tan coimplicadas en la vida misma-. «El teatro dentro del teatro», apuntaba Calderón.
Quizás, como nos recuerda Bezanilla en el poema «Ulises» (que, a mi juicio, sintetiza eficazmente todo el libro), sea mejor «atarse al mástil» y no sucumbir a la misteriosa llamada de las sirenas. Podremos no oírlas. Pero están. Al igual que la realidad… que desaparece cuando es invocada, y aparece cuando es ignorada. Y de nuevo escuchamos la voz del poeta, lejana pero firme: «Nadie/ me salvará del misterio/ del mañana»…