Encantador Yul Brynner:
Encantador de serpientes mío, te añoro. Añoro tu pene, tan oscuramente retratado en las fotos de George Platt, tomadas cuando aún eras un gitano errante por los clubes y garitos de París. Grávido, de caída baja, como a punto de soltar un chorretón de semen e inundar el objetivo, cual ballena blanca surcando las escenografías eróticas.
Porque algo de Moby Dick tenías, mi amigo. Tu cabeza rapada y redonda lista para embestir a los cuatro vientos de algún mar embravecido donde nadasen hombres secos por tu mirada. Tan penetrante. Tan hidra de las siete cabezas. Las seis que te faltaban se escondían en otras tantas películas tuyas.
Ganaste el Oscar a la mejor interpretación por El rey y yo, con Deborah Kerr. Un rey salvaje, un poco como un mono salvaje de El libro de la selva de Walt Disney. Porque el sadismo se te quedaba pequeño, Yuli Borisovich. Tu mirada, que podía haber sido inquisitorial, pero que no pasó de Los diez mandamientos, no te permitía descender a pequeñas perversiones sexuales.
Eras todo un glande, mon amour. Sí, la testosterona te utilizaba como justificante para lubricar las piezas de la maquinaria hollywoodiense que te llevaba de acá para allá, de película en película. Zarandeado por la vida, como buen gitano, o hijo de madre gitana, como pregonabas con orgullo.
Tu sólida formación académica francesa en el Lycée Moncelle te condujo directamente, como la solución a un problema de geometría del baccalauréat a las manos de Jean Cocteau, que te supervisó como aprendiz de actor en el Théâtre des Mathurins. Y de ahí a las acrobacias circenses, un paso.
Sufriste una caída y te lesionaste la espalda con una afectación permanente. Se acabó el circo. Qué quedaba sino integrarte en una banda de gitanos como cantante y guitarrista. En círculos gitanos. O bien como mongol, o egipcio o siberiano…La fatalidad oriental era el fatum que te portaba aleve como una erección suave pero firme.
Sueño a veces contigo, Yuli, fuego devorador de mi vagina perdida. Tenías el don de embriagar la mirada, la carne y las entrañas hasta llevarme a una implosión de mi deseo que sólo se colmataba, a duras penas, quizá con tu torso desnudo, junto a Charlton Heston. Al que fotografiaste, sodomizándolo ocularmente, como queda constancia gráfica.
Estas fueron fundamentalmente tus contribuciones al sueño americano, húmedas y consistentes, pero también tuviste tu parcela de secarral del lejano Oeste. Pensemos en Los siete magníficos. Ahí, para mi gusto, se desvanecía un poco tu sesuda manera de enfocar los problemas: mirándolos hasta que se derretían.
No dejo de pensar, mi primor, en tus hervores con la cámara que no podían sino corresponder con otros hervideros de pasión fuera de ella. ¿Qué pensarías del París de Giraudoux, cuando interpretaste La loca de Chaillot? Katherine Hepburn amansaba a las fieras. En rigor no se puede decir que fueras una fiera, me remito a mi frase inicial, encantador de serpientes.
Porque las locas del orbe todo fuimos esas serpientes que tú, aviesamente, pero sin acritud, te encargaste de domeñar, ordenar y pulir hasta dejarlas expuestas en hueso al sol, mejor dicho, a la oscuridad de la onanista sala de proyecciones.