Querido superhéroe:
Quiero aclarar desde el principio que dudé entre encabezar esta carta dedicándola a Superman o a Christopher Reeve, el Superman por antonomasia. Y finalmente relegué a Reeve a páginas interiores como quien no quiere la cosa.
Para mi, Christopher Reeve es Superman y Superman es Christopher Reeve. Mientras viva en este bajo mundo, asociaré ambos fenómenos, pues tales son, indisolublemente encarnados el uno en el otro.
Tengo para mi que los calzones rojos de Christopher envuelven tesoros que nunca sabré disfrutar plenamente, placenteramente, por elevadísimas prendas que encierran de diamantes blandos y barras de acero anodizado.
Siempre recordaré mi adolescencia pesarosa pero plena de orgiásticas delicias onanistas que, sencillamente, no sería la misma sin esos calzones bien fajados. No olvidemos otros atributos como pectorales, brazos y piernas, mismamente.
Recordaré en mis ovarios recompuestos el insumo del estímulo de la semilla que nunca llegó a plantarse pero que sí devoró mis entrañas, taladrándolas metafóricamente, ricamente desvirgadas.
Soñé delicias de carne y otras hechuras, listas como sushi, crudas, para ser ingeridas tras atraparlas con los dedos, garganta abajo, hasta el fondo. Y reculé nuevamente encinta de posibilidades inmensas y versátiles, de succión fina.
Volé muchas veces en tus brazos, superhéroe, mojando sábanas como pistas de despegue o aterrizaje, blancas de pólenes insurrectos, inseminados en mi memoria y cacumen de púber recién estrenado.
No llegaré nunca a tu escondite polar, Superman, siempre me meceré en tus brazos en noches neoyorquinas, metropolitanas, cuando Clark Kent se quita las gafas lentamente y lee en mis ojos que se acerca el confín de los Abruzzos, verdes, muy verdes y rayando en la hermosura.
El implante coclear que me hice el año pasado en Marienbad no llegó nunca a buen puerto pero supuso un hito en mis relaciones contigo, Superman, pues con gran sigilo conseguí atrapar tus movimientos silentes también en una cajita de cartón que siempre llevo conmigo, junto a mi corazón.
¿Y qué mejor aspaviento último que el sobresalto del orgasmo? Que no será compartido pero sí impreso en mi retina todas las noches de todos los días que te veo revolotear a mi alrededor, Superman mío. Héroe de mi infancia.
Que se prolonga, y se prolongará por los siglos de los siglos, pues de bien nacidos es ser agradecidos a nuestra infancia que nos mece y nos acuna en sueños leves o sobresaltados pero siempre disponiendo nuestra memoria y de ahí a nuestro futuro no hay más que un paso.
Superman, te quiero.