En los albores de la Democracia, cuando la Transición era una niña a la que todos queríamos cuidar, incluidos los niños de la época, llegó a nuestros televisores el rostro magnético de Kabir Bedi, interpretando a Sandokán, el Tigre de Malasia.
Parece difícil calibrar con ojos de hoy en día lo que supuso para mi aquella visión. Rostro y figura broncíneos, cabeza canónica con ojos centelleantes oscuros, y boca siempre a punto, ay, de ser mordida, enmarcada por abundantes cabellos y barba.
A Sandokán le tomé la espada y jugué decenas, si no cientos de veces con ella, para no envainarla jamás. Entonces para mi el sexo era masturbación y la masturbación era la gloria sexual, la epifanía de mundos posibles entrevistos desde el ojo, ciego, de mi glande.
Sandokán me robó el rubor, verlo era predisponerme a la jodienda inmisericorde conmigo mismo, hasta el final y más allá del final. Porque Kabir Bedi era magnífico, destellaba cual lucero de fulgor abrasador y cetrino al tiempo.
Sus aventuras en el sureste asiático fruto de la coproducción italiana de 1976, basada en el libro de Salgari “Los tigres de Mompracem”, lanzaron al orbe más estrellado a este actor indio que se ajustaba como la mano al guante al papel del pirata malayo.
¿Qué mayor y más fulgente orbe que las pupilas, dilatadas, de cientos de miles de jovencitas y de jovencitos, anegados por su mirada y su sonrisa?
Kabir Bedi era Sandokán y nunca pudo dejar de serlo. Se morirá en el papel, por así decir. Y creo que él está contento con que así sea.
Permitidme que os relate una historia que mucho tiene que ver con Sandokán y que me ocurrió al poco de iniciarme yo como bailarina en el bataclán.
En aquellos días, todavía inexperta, yo debía ser el primer y único travestí de la historia que permanecía virgen. Estaba transida con las historias y melenas de Sandokán y me juré a mi mismo que sólo me desvirgaría aquel galán.
El negocio no es que fuera bien, es que zozobraba como lo hizo el Olympic, el gemelo del Titanic que fue echado a pique sin honor y sin leyenda durante la guerra. Y ello es así porque una ley escrita en las estrellas dice que el aura de Gwendolina, como de cualquier otro travestí, está pespunteada de sexo vivo y apacentado en sus ojos, en sus gestos y en su voz.
Y yo, como ya os he confesado, carecía de ese tránsito a la virtud sexual por puritita estupidez mía. El dueño de la pensión de el Toboso, donde me alojaba en aquella etapa de la gira, extrañado de mi parquedad en lo relativo al sexo y ansiando desfacer tal entuerto urdió una estratagema.
Un albañil bajado de algún andamio del que no quiero acordarme, se daba con bastante garbo visos del tigre de Malasia. El Tigretón lo apodaban. Cierta tarde andaba yo triscando por la trasera del escenario donde tenía que actuar las dos noches siguientes, cuando oí ruidos en la delantera.
Me asomé y oh visión innominada, se me apareció iluminada por la espalda la silueta inmediatamente reconocible de Sandokán, que me hacía señas. Como os podéis imaginar la coyunda fue instantánea y memorable. Salí de allí empujado hacia el éxito y la gloria de mi bendita profesión.
Hasta muchos años después no me pregunté un poco en serio cómo había sido posible aquel prodigio en el Toboso, en la Mancha. Pero por entonces yo ya tenía otros duendes en la pupila que me hacían salivar de gusto, eso sí, sin histerismos.