Queridísimo Sr. Mitchum:
Sabiduría no es la palabra adecuada para adjetivarle, aún contra su voluntad, siempre descargado de humos que le corresponderían como gran estrella. No es la palabra pero sí se aproxima a lo que quiero evocar. La grandeza del perdedor interiorizada.
Usted, Sr. Mitchum, llegó a Hollywood con una misión: guiar a los rebaños humanos hacia la indolencia de su mirada. Perdida a ratos, y a ratos como transida de una niebla vivificante que acechaba, anhelante.
La mirada de Mitchum es legendaria, dicen algunos que producto de una lesión de boxeo. Pero yo creo, Sr. Mitchum, que usted llegó tan lejos como su mirada podía alcanzar y nunca se detuvo a esperar que nada pudiese atraparlo en esa carrera.
¿Hacia el infinito o hacia la presbicia? No sé si usó gafas, tampoco me importa. Sólo sé que me clavó un cuchillo de desasosiego y pena en mi garganta. Lacerada por su gesto, su mirada y su entonación.
Atrapada bajo su manto viril no supe pronunciar las palabras que me liberarían de aquel antiquísimo ritual de seducción que usted tan bien supo emplear. Atenazó mi corazón de tal manera que palpitaba al unísono con el latir de su sien que yo me imaginaba galopante.
Le recuerdo sintiendo, y siento recordándole, queridísimo Mitchum. Supe por tanto que el amor era certero y no sesgado. Doliente y sin ambigüedad. El latido de mi corazón no me engañaba al respecto.
¿Qué puedo decir sin sacrificar este amor que es un recuerdo y por cierto tiene algo de espejo? De rebotar la mirada en el espejo y devolvérmela a mi pasión, a mi entera satisfacción de alma perdida.
Y sí, era usted todo un pastor de almas perdidas, y vueltas a encontrar en sus brazos, en sus caricias virtuales, en su aliento más allá de la pantalla. Satisfacía y consolaba con esa mirada perdida en las nubes de algún futuro mejor.
No diré más, pues, amigo Mitchum. Dejaré que se consuman las cenizas de algún volcán que nos unió en la pasión y en la desesperanza añorada. Lloraré por usted ya que fue hombre de bien y siempre me lo demostró.
No me olvidaré de mencionar La noche del cazador, donde su pródigo prodigio actoral, nimio y a la vez sublime, elegante y concernido por las hadas del firmamento artístico, brilló en altura y en sombra a la vez. Nocturnal, fantasmagórico y petrificado como un bosque encantado, y encantador.
Amigo mío, le dejaré marchar en paz hacia las alturas celestes que sin duda le albergan o cobijan que tanto da. Pero mejor busque cobijo en esas alturas porque su fama de eterno antihéroe le persigue y le perseguirá siempre, allá donde su sombra se encamine.
¡Adiós amigo mío! Alma y consuelo, belleza y sombra. Pereza legendaria del buen hacer.