Estimado Sr. Peck:
Seductor, recio, austero, viril, sobrio, sólido. Parecen cualidades de algún electrodoméstico de última generación, salvo lo de viril, aunque nunca se sabe. Greg, no eras muy versátil interpretativamente, tú lo sabías, no se te subió a la cabeza el éxito.
Eras un valor seguro en el Olimpo, como Mercurio o Poseidón, no un brillante Apolo o un tonitruante Zeus. Siempre dejaste en alto el pabellón de tus directores y manejaste con inteligencia tu carrera a lo largo de tres décadas de oro.
Mantuviste una estrecha amistad con Audrey Hepburn pero te casaste con mujeres alejadas del mundo del cine. Quizá no quisiste poner todos los huevos en el mismo cesto. Hiciste bien, yo actué del mismo modo en mi vida, sobre la que no voy a extenderme.
Atticus Finch, en Matar a un ruiseñor te condujo al Óscar en tu quinta nominación. El perfil del personaje encajaba bastante bien con tu actitud general ante la vida. Recordemos al capitán Achab en Moby Dick, como ejemplo señero donde rayaba tu interpretación.
Noto cierta frialdad en esta carta, Greg. Es cierto que nunca me sedujiste personalmente pero, la verdad, nunca pensé en competir con Audrey Hepburn o con una diseñadora finlandesa.
Esos eran tu tipo de mujer, parece ser. Y yo estoy bien alejada de ellas. Así, tú también estabas bien alejado de mi. ¿Por qué te escribo esta carta? Porque representas una faceta bien brillante del diamante que es el emblema de mi particular edad de oro del cine.
Brillante, sí. A pesar de tus estólidas dotes interpretativas. Representabas lo que el imperio hollywoodiense y por extensión el imperio yanqui de los buenos tiempos daba de sí. Un gran poso de seguridad en que portaban la antorcha de la verdad, el bien y la belleza. Sí, la famosa tríada platónica creo que se puede aplicar en este caso.
¿Será verdad que me persigue el fantasma de Carlos Sentís, el corresponsal de La Vanguardia por aquellos años de Vacaciones en Roma en aquella ciudad? Verlo dirigirse a la princesa Audrey tan responsable y asentada en los asuntos de Estado en la película me ha marcado indeleblemente a lo largo de los años.
Esa conexión romana es el cordón umbilical con el que nos alimentamos una gran porción de españolitos de entonces del maná simbólico que emanaba el imperio yanqui. Uno de los cordones umbilicales, tampoco exageremos. Pero uno de buen porte.
Navegando con buen rumbo, podría decirse. El general, el ya casi viejo general, reconozcámoslo, había sabido llevar con buen empeño el timón de la gobernabilidad. Como diría un escritor español del exilio retornado temporalmente en los sesenta cuyo nombre no recuerdo ahora, el nivel de riqueza material de los españoles empezaba a ser inimaginable.
El gap que nos separaba de Europa empezaba a cerrarse con escenas como aquella de la conferencia de prensa de Vacaciones en Roma, con un español departiendo como quien no quiere la cosa con el imaginario colectivo universal encarnado en los protagonistas del film.
Eso es lo que me deslumbra de ti, Greg. Y sólo por eso te dedico mi corazón y el trono de oropel y atrezzo teatral que ocupo y ocuparé siempre, ahora y en la hora de mi muerte, amén.