Apreciado Mr. Heston:
Bañada por la luz del azul de sus ojos, me regodeo en sus encantos tan prístinos y a la vez circunspectos. Porque Charlton Heston fue un despampanante pedazo de hombre pero con un aura de modestia y hasta contrición. Creo que fue ese aura la que me cautivó, como a tantos otros infieles potenciales, en su glamurosa interpretación en Ben Hur, prodigio de llamaradas que traspasaban la pantalla y mis umbrías espesuras en noches de satén.
Su galeote, broncíneo y de torso y brazos, y manos, y boca, y mandíbula y cabellos un punto ensortijados…qué decir de tales prodigios de nuestro tiempo en la naturaleza viva. Sí, naturaleza viva era Charlton Heston, para mis entendederas y abrazos, mero intento éstos, que serpenteaba brillante y aún relampagueante por las pantallas del medio o del entero mundo.
Y su mirada…¡estremecida me tienes las corvas, Charlton! Ese frío pedazo de hielo bien humeante, de adivinada sangre palpitante al trasluz que henchía las venas de tus miembros…Sabedora por siempre de semejantes deleites, adivinaba por tu semblante el carácter de tus personajes. Más que leer la caligrafía de la pantalla, trazabas con suavidad en las circunvoluciones de mis lóbulos, frontal, parietal…el estigma de tu presencia.
Porque pecado, siempre pecado, se me venía a la boca por mente interpuesta, la tuya Charlton, el pecado más oscuro y ¿nefando? se asomaba de tu reciedumbre tan viril, tan predispuesta para la hembra. Poeta de la lujuria cuasi telepática. Tú no traspasabas la pantalla, traspasabas la vida, la respiración de sus olas del mar de la luna nueva.
¡Me haces perder la cabeza, y la pluma, Charlton! Pero no hay remedio para la dicha de la belleza sin tacha y sin mácula. Esa que sólo algunos hombres elegidos saben portar. La belleza que va a romper contra el pecho, el corazón y la palpitación de otro hombre, porque no se puede entregar, sólo rompe, rompe sin tregua.
Paradójicamente virgen de ti, Charlton. Nunca consumaste mi amor, el tuyo era universal, del hollywoodiense universo, entregado y transportado como la eucaristía. Para todas y todos, sin distinción de sexos. O por mejor decir del único sexo que habitaba detrás de tus ojos, a poca distancia de tus pupilas, el del Amor omnímodo y omnipotente, muy potente…
Llegué a verte como el último hombre vivo, en algún planeta de simios para torcer y retorcer el gesto, ya un poco adusto pero siempre con un fondo contradictoriamente riente, siempre seductor y pastor de la Iglesia del sexo Unitario.
Tu lucha a favor de los derechos civiles en los sesenta dejó paso al amargor, un poco como el de la tónica, sabor adulto…de los años de la presidencia de la Asociación Nacional del Rifle, arcanos estadounidenses que se nos escapan a nosotros europeos que nunca alcanzaremos el paraíso en la tierra que tú siempre habitaste y cuya bandera portaste con entrega.
No me puedo olvidar de tu esposa Lydia con quien estuviste unido en matrimonio durante 64 años, desde la época de la Universidad. Ni de tus dos hijos. No me sorprende para nada la perduración de tu matrimonio por eones, desde mi punto de vista de parpadeante luciérnaga vital y afectiva. Tú estabas hecho de la madera perfumada y sobria del amante constante, hombre de construcción sólida.
No me puedo imaginar cómo hubiera sido nuestro idilio, Charlton. De lo que sí estoy segura es de que tus latigazos y mis zarpazos hubieran marcado nuestros cuerpos amantes y bellos por todos los años que tu diestra firme hubiera hecho pasar bajo la quilla de nuestra barca de amor.
No me puedo despedir de ti, no me atrevo, por temor a perderme un ápice de tu mirada, de tu perenne abril de ojos…pero sí, adiós Charlton, te prometo por siempre entretenerte.