Estimado Sr. Grant:
Dejando de lado que su cartera de éxitos supera ampliamente las expectativas que seguramente habían depositado sus progenitores en usted, y que a usted a lo mejor se le ocurriría soñar en algún vestuario de chicas, admitamos que su triunfo en el Olimpo de Hollywood fue total y absoluto.
Disertó, desnudó con la mirada, sustrajo los afeites de alguna compañera, sedujo en suma como mandan los cánones del séptimo arte norteamericano al orbe entero de féminas que en tal disparadero se sitúan.
Pero quiero elevarle mi particular memorial de agravios. ¿Por qué y cuándo sedujo a Randolph Scott, su compañero homosexual de piso durante años? ¿Qué terribles dramas edípicos o de otra índole ocultaba su tremenda, denostada, tacañería? ¿Qué arcanos regían sus tormentosas relaciones con las mujeres?
Responder a esas tres preguntas seguramente aliviaría sus esfínteres mentales y abriría la espita que reduciría considerablemente la presión ambiental que no dudo tuviera que soportar.
Desgraciadamente, todos sabemos que usted, Sr. Grant, ya no está entre nosotros para poder responder, caso de que, remotamente, quisiera hacerlo y menos a una artista de mi renombre y alcurnia.
Sudor frío, eso es lo que me llevo de alguna noche soñada pasada con usted, en poco memorable remanso de paz y ausencia de coyunda. Porque no sé si tú, Cary, fuiste impotente, pero tu haz radiante y onírico sí que describía con claridad el arco de la impotencia.
Me pasó a mi, y le debió pasar a muchas otras, en secreto de alcoba, que no de confesión, por Dios, que seguramente miles de mujeres como yo, la Gwendolina, nunca te echaríamos en cara.
Porque tu halo de anorgasmia impoluto e implacable nos chantajeaba para que calláramos lo que era un secreto a voces, nunca pronunciado. Cary Grant, eras un agujero negro del sexo.
Absorbías todas nuestras energías a través de la pantalla sin devolvernos un ápice de lo que generosamente todas te brindábamos. Se aducirá que este era el modus operandi habitual en la relación con la pantalla blanca de los cinemas.
Pero no es así. Hay algo, un hálito mortal que exhala tu piel, algo reptiliana a mi modo de ver, que nos conducía al patíbulo cinematográfico donde tú, personalmente, te encargabas de darnos muerte.
No se trata de que fueras homosexual de facto o no, puesto que en las alturas sabes que los hombres de toda condición me han satisfecho en provecho mutuo. Es el hecho, monstruoso en sí, de que Hitchcock te señalara con su dedo luciferino.
Así fueras íncubo o súcubo, querido Gary, sabes que yo nunca te quise y, ¡Oh, cielos!, nunca, nunca te deseé.