Estimado Sr. Lancaster:
No abundo en detalles como ojos, ojazos, boca, cabello, nariz, mentón, tronco y extremidades. Porque Ud. Sr. Lancaster es un compendio, un vademécum podría decirse que nos incita a tomar en cada momento, a cada película suya, la dosis exacta, el contenido adecuado de los elementos antedichos en la proporción y cabida necesarias.
Su arte, y de arte puede hablarse pues pasó fulgurando de los papeles más menesterosos interpretativamente hablando a las alturas por ejemplo de un príncipe de Salina viscontiniano, su arte, repito, es de los que marcan época, causan estupor en las masas y dejan con la boca abierta a toda la amplia gama humana que va de patán a sabio.
Ud. Sr. Lancaster crea hábito, como la nicotina, y su reguero por la vida del séptimo arte es un sendero bien trazado, de amplio espectro y andaduras regias. Su troquel selló varias décadas del mundo hollywoodiense todo y de sus satélites. Se nimbó de una aureola de santidad cinematográfica. Entendida ésta como la virtud de chispa divina que enciende al público fiel de forma unánime y espontánea.
Tú, Burt, salaz muchacho de películas de acción y aventuras mil, en compañías no siempre santas, lo que las hacía mucho más apetecibles a esta real hembra que te escribe. Subí a las esferas de la vanidad y el glamour de mis escenarios inseminados de purpurina, muchas veces, henchida de ti y de los vientos que ensoberbecían mi mente y a través de ella, mis carnes, de pierna prieta y dúctil, vendada en media pulsátil por corazón abierto a ti.
Después, poco a poco, galán ensoñador y magnífico gran señor de la pantalla tu ademán y tu mirada me transían de gozo, lúbrico, sí, pero gran gozo, de señor, gran señor, machihembrado con esta tu puta, tu sierva, tu señora de pantomimas y comedias que se anunciaban en mi visión alucinada en los tristes camerinos, por llamarlo de alguna manera, en los que esperaba mi salida a escena.
Pero y si por misteriosos conductos, tú, Burt, y yo, Alexia, estuviéramos unidos en el más acá acre y sensual en medio de las hordas furibundas de secretarias, atrezzistas, regidores, saltimbanquis, demi-mondaines y bujarrones nuestros todas y todos, en aquelarre o suspensión divina, tanto da…¿en el séptimo cielo?, ¿en las nubes del séptimo arte?, ¿del séptimo bataclán?
¿Dónde reunirnos Burt, a salvo, sin ser vistos, o no más de lo estrictamente necesario, para colmar nuestros gustos, seguramente dispares pero nunca, nunca, demasiado lejos el uno de la otra?
Llevaríamos máscaras a dimes y dirites ajenos y propios para enjabonar el palo de la cucaña que hubiésemos de escalar (¡yo con medias!), para alcanzar el premio gordo, el jamón reluciente, que no reluctante, la esencia de nuestros nunca alcanzados amores.
Y, sí, moriremos algún día formando un abrazo esencial y sentido que dé sentido a mi vida, tan perdida de amores nunca vueltos a empezar, ya que no a terminar.
Bendíceme y te bendeciré, Santo Burt que estás en los cielos, ¡mayestático afán de conquista!