Por NACHO CABANA.
Lo malo de los revivals en un país con apenas veinte años de tradición en el teatro musical es que el repertorio de obras reestrenables es muy escaso lo que provoca que en la cartelera se sucedan una y otra vez la misma serie de títulos: Grease, Chicago, El hombre de la Mancha, Mamma Mía, We will rock you, Hoy no me puedo levantar, y vuelta a empezar. A veces se trata del mismo montaje (léase los mismos decorados con una mano de pintura) con algunos nombres inéditos en el elenco y otras veces de nuevas puestas en escenas de la obra que triunfó años atrás.
Éste es el caso de Cabaret que se puede ver actualmente en el teatro Rialto de Madrid, apenas una década después de la salida de cartelera de la versión española (interpretada por Natalia Millán y Asier Etxendía) que adaptaba la dirigida en Broadway por Sam Mendes y Rob Marshall en 1998.
Este nuevo espectáculo está dirigido por el siempre eficaz Jaime Azpilicueta (adaptador de las letras del original al castellano en el montaje del Alcalá Palace) con Cristina Castaño (La que se avecina, El club de la comedia) cono Sally Bowles y Edu Soto (Mortadelo y Filemón. Misión: salvar la tierra -2008- de Miguel Bardem, Tu cara me suena) como el maestro de ceremonias. Se trata de un show caro donde luce cada euro invertido. La escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda cuenta con numerosos y espectaculares cambios de decorado; la iluminación de Juanjo Llorens crea el ambiente requerido para cada escena; hay trece bailarines en el cuerpo de baile y ocho actores con diálogo sin que ninguno doble personaje. Y todo eso, con los tiempos que corren, es muy de agradecer.
El conjunto se mueve siempre dentro de la corrección pero no acaba de brillar como debiera. En la obra original de Joe Masteroff, con música de John Kander, letras de Fred Ebb (así como en la adaptación posterior al cine que hizo Bob Fosse en 1972) los números musicales en torno al Kit Kat Klub y al Maestro de Ceremonias funcionan como comentario a la acción dramática. Como si todas las vicisitudes que sufren en la trama los protagonistas Sally y Clifford fueran en realidad manejadas desde la sombra por el Maestro de Ceremonias porque a la postre “la vida es un cabaret”. De ahí el impacto de la escena final cuando la llegada de los nazis acaba con la vida y con el cabaret de unos personajes que, como el pueblo alemán, no quisieron ver lo que se les venía encima.
Esa utilización comentativa de los números musicales no está plenamente conseguida en el montaje de Azpilucueta. Parece que el Maestro de Ceremonias y los músicos estén esperando una percha en la que colgar la canción correspondiente. Mendes iba despojando poco a poco el escenario de todos sus elementos decorativos hasta que en la secuencia final, el Maestro de Ceremonias se encontraba solo con su nuevo uniforme en medio de la tramoya teatral. Aquí Azpilicueta recurre a un efecto de audio para subrayar lo dramático del desenlace porque sabe que lo que vemos en escena no lo es tanto como debería serlo.
Solo hay un momento, cuando Cristina Castaño canta el desgarrador tema central en el escenario completamente rojo, en que drama y música aparecen totalmente integrados. Está espléndida la actriz como intérprete musical. Edu Soto, divertido, deja escapar el histrionismo que su personaje requiere; Marta Ribera brilla frente a un correcto Enrique del Portal y Dani Muriel, en el rol inmortalizado por Michael York, lucha contra su falta de química con Castaño.
Un espectáculo correcto, generoso en sus formas y con indudables aciertos parciales que sus responsables parecen haber llevado a cabo más con la profesionalidad del que acepta un encargo que con la pasión del que defiende un sueño.
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