El hombre que durante toda su vida había querido ser escritor salió de su domicilio riéndose de un chiste que un compañero del trabajo le había contado ayer, durante la comida. Para hacer ejercicio bajó las escaleras de la vivienda donde su mujer y él se habían instalado hacía cinco años, ya que la tripa que empezó a echar desde su primer empleo empezaba a adquirir dimensiones desproporcionadas con respecto al resto de su delgado cuerpo. Estaba orgulloso de lo que su mujer y él habían conseguido gracias a la tenacidad y el esfuerzo diarios. Desde el principio sabía que ambos empezaban de cero, que el suyo era un matrimonio que había adquirido un vínculo muy fuerte gracias a la superación de las adversidades, que su amor regado diariamente con cariño y respeto había dado como fruto su hijo Marquitos. Era un hombre satisfecho que se había hecho a sí mismo. Orgullo de sus padres durante su primera juventud, siempre había querido reflejar el cariño que sus padres le habían infundido hacia su propio hijo.
Sin embargo, algo que aún no había podido conquistar le impedía cerrar su círculo de felicidad. El señor que durante toda su vida había querido ser escritor no había triunfado en la literatura. Su trabajo le proporcionaba bastante dinero, pero su fidelidad a la literatura le desbordaba hasta el punto en que algunas horas de su jornada laboral las empleaba en escribir. Por las tardes, cuando sus compañeros se habían marchado ya, él se quedaba absorto ante el ordenador, devanándose el pensamiento para encontrar la siguiente frase que le emborracharía de belleza. Por la mañana se despertaba una hora antes de lo que necesitaba para asistir a su puesto con tal de escribir un rato.
De todas formas, el escritor no encontraba quien publicara sus novelas. Anhelaba ser un escritor de fama, que su nombre se prolongara como un eco por toda la prensa, por todas las revistas culturales, que se extendiera como las ondas que deja una piedra arrojada a un estanque en las radios y las televisiones. Tan sólo pedía poder alcanzar esa meta algún día, aunque el triunfo abarcara tan sólo una temporada corta de su vida. Tenía todo a su favor: cultura, inteligencia, contactos. Pero dudaba de su cultura, que ya empezaba a aburrirle por ser tan clásica, pensaba que su inteligencia se quedaba un poco corta para alcanzar su objetivo y empezaba a sospechar que los contactos prometedores que había hecho se estaban convirtiendo en amigos casuales y desinteresados. No pretendía alcanzar su sueño mediante un libro mediocre y ser ave de paso en el panorama literario de la capital del país en el que vivía, sino que esbozaba su plan de conquista mediante la escritura de una magna obra literaria, de ésas que pasados unos años los niños estudian en la escuela.
La jornada de hoy era agradable porque recaía en viernes. El fin de semana había planeado ir con su mujer y el niño a un balneario del norte. Pensar en este prometedor plan le inducía a empezar el día más contento. Durante el trayecto en coche a la aseguradora en la que trabajaba puso la radio. La voz del locutor que le acompañaba todos los días en el viaje era distinta. En el transcurso de un latido entendió que el locutor era otro. Éste tenía la voz más pastosa, y arrastraba las eses de forma consciente y deliberada, lo que molestó al hombre que desde niño había querido ser escritor, que cambió el dial a una emisora de música comercial. La canción que inundó la serenidad del interior del coche le era indiferente y cambió a otra en la que hablaban en inglés. Decidió que sería bueno educar el oído en este idioma, tan utilizado en la sociedad moderna, y dejó en paz el dial. Sólo entendía furtivamente palabras o pequeñas frases. Apagó la radio en un semáforo. Miró por la ventanilla derecha. Se encontró con un todoterreno en cuyo interior viajaban una mujer y dos niños. El escritor se preguntó a dónde irían, qué harían en ese día. Por las mañanas el sueño y la pereza le hacían pensar cosas tan absurdas como ésas. El escritor pensó que el mecanismo biológico que hace soñar al ser humano no se desprendía de la consciencia totalmente hasta que pasaran un par de horas. Sacó la lengua a los niños sin que lo advirtiera su madre, una rubia teñida con un rostro aguileño que aguardaba concentrada en el semáforo esperando a que la luz verde se encendiera. Cuando lo hizo, el todoterreno le adelantó y los niños se inclinaron hacia atrás, moviendo sus manitas a modo de despedida y riéndose. El escritor les devolvió el ademán. Recorrió la distancia hacia el edificio complacido, pensando en la vida que llevaba. Tras unos años de incertidumbre económica, Leire y él habían salido a flote y las angustias por conseguir dinero para hacer frente a los gastos habían desaparecido. Únicamente le desconsolaba no poder ganarse la vida escribiendo.
También pensó en realizar guiones desde que un amigo guionista le propuso elaborar uno juntos. Su amigo le dijo que si salía adelante ese proyecto no tendrían problemas, con un guión al año tendrían para ir tirando. El escritor no le contestó que él ya estaba asegurado en la vida, aunque en un principio le atrajo la idea de la colaboración. Pero desechó la idea porque ese no era su elemento, se sentía incómodo en un ámbito que no era la literatura pura. En el guión la acción primaba sobre el relato. Pensó que probablemente no escribiría nunca guiones, a no ser que tuviera una idea excepcional y supiera engarzarla a la perfección. Prefería seguir con los libros, depurando su estilo y seguir intentándolo.
La mañana se abría tímidamente como se acerca una adolescente que va a besar por primera vez. Las oleadas de coches eran intensas porque media ciudad estaba en obras y se producían embudos en la carretera. La intensidad del tráfico impedía al escritor concentrarse en su novela, pues tenía la costumbre de pensar cómo podría perfeccionar sus escritos en diferentes momentos del día. Cuando se paraba en los cruces observaba cómo la gente se afanaba en caminar hacia sus asuntos. De la vida de la gente, de imaginar cómo vivían, el escritor iba hilvanando su obra con impaciencia por llegar al éxito.
El escritor había luchado mucho para llegar a conseguir la estabilidad económica que disfrutaba. Algún trapicheo al margen de su mujer había tenido que hacer, pero al fin y al cabo, ¿No lo hace todo el mundo si tiene la oportunidad y es imposible que le descubran? Además, nunca se había sentido tan vivo como cuando tuvo que ponerse en contacto con el abogado. Le dijo que si las cosas marchaban bien, y cumplía su parte de lo pactado con absoluta discreción, le haría rico. Aún recuerda la excitación colmada de adrenalina al hablar con los rusos en el chalet. Les llamaban los rusos, pero nunca supo con exactitud cuál era el país de procedencia de aquella gente y sólo habló con ellos una vez. Le desagradó un poco el trato exquisito postizo que esgrimían con él. Tuvo la impresión de asistir a una farsa, que ellos no querían mostrarse tal y como se comportarían habitualmente y por ello adoptaban unas maneras que ni remotamente se correspondían a la realidad. Era como contemplar un pequeño jardín precioso sabiendo que en él estaba enterrado el cadáver de un crimen. Lo maravilloso de aquel asunto es que se llevó a cabo y lo olvidó pronto. A veces la memoria le jugaba malas pasadas y lo recordaba como fogonazos que le encogían el estómago. Pero todo eso pertenecía al pasado y había que quemarlo en la hoguera del olvido.
Cuando llegó a la aseguradora saludó al vigilante de seguridad, tripudo y aburrido, que hacía guardia en el hall marmóreo de la entrada al edificio. El escritor pensó que aún faltaban unos años para llegar a tener esa tripa. Su mujer se lo recordaba constantemente, “no comas eso que te estás poniendo gordo”. Cuando se lo decía le daban ganas de gritarle, pero con el paso de los años había aprendido a ser tolerante con sus puntos más negativos, entre los que se encontraba su sinceridad inconsciente, que a él tanto le molestaba. Con el paso del tiempo el cariño que le provocaba su mujer había sido el domador de sus accesos de rabia cada vez que ella le echaba en cara algo inconveniente. El escritor pensaba que uno de los motivos por el que la gente se casaba era para evitar estar sola. Las generaciones de los padres van pereciendo y hay que tratar de no quedarse sólo en el mundo, de no encontrar el piso vacío. Él, por su parte, nunca había llegado a conquistar la vida bohemia. Había vivido algunos momentos inolvidables, en su primera juventud, donde creía llevarse la vida por delante sin importarle las consecuencias, como en aquella ocasión en que unos amigos y él torearon coches en un descampado. Pero siempre tiraba de él la responsabilidad por que sus padres se sintieran orgullosos de él y nunca dejó de estudiar y ser un buen chico.
Sus padres habían sido los porteros de una vivienda de lujo durante toda su vida. Él se acordaba de jugar en el pasillo del caserón y de cómo los millonarios que vivían en el bloque reprendían a su padre cuando el niño del portero botaba una pelota. Desde entonces se juró que nadie pisaría a sus padres, y se orientó a la economía. Quería adquirir la destreza, los conocimientos necesarios para ahuyentar la pobreza de sus padres. Ellos asistieron a sus primeros éxitos, pero murieron antes de que las cosas fueran realmente bien. Y siempre la pasión desbordante de la literatura, la impresión que tenían sus amigos de que era un raro por tomar cafés con leche en vez de whisky, las reuniones en círculos de pedantes intelectuales, de los viejos eruditos de la literatura que de jóvenes se quemaron las pestañas en las bibliotecas públicas, el paso lento e imperceptible de los años y no terminar de tener suficiente resonancia en el mundillo literario. El trabajo que le daba de comer se iba desgranando en conquistas, y los sueldos empezaron a ser boyantes, los ascensos prometedores. Pero en la literatura se veía atascado, y no lo podía comprender. A veces echaba la culpa al público de su tardanza desesperante para llegar al triunfo, a veces se hacía responsable a sí mismo y procuraba cambiar de estilo. Pero empezaba a pensar que quizá no sería reconocido nunca.
Subió en el antiguo ascensor estilo años veinte que sonaba como si sus entrañas fueran las tripas del edificio, junto a otros compañeros a los que conocía sólo de vista. Una mujer de unos cuarenta años se situó a su lado. Aún era hermosa, a pesar de que el paso del tiempo empezaba a surcar su rostro. Al llegar a la planta donde estaba el departamento de contabilidad, no pudo evitar la tentación de echar la vista atrás para volver a verla antes de que el ascensor iniciara su ascenso, pero la puerta se había cerrado y el cristal traslúcido sólo recortaba su silueta insinuante. El hombre que desde joven luchaba por ser un escritor de prestigio nunca había engañado a su esposa. Una vez, durante una jornada de conferencias a la que acudió por mandato de la empresa en una ciudad costera estuvo tentado. Dos compañeros de trabajo propusieron a los demás ir a una sala de striptease. Durante la velada se acercaron algunas de las chicas y alguno del trabajo se llevó al hotel a alguna. Si él hubiera querido, habría hecho también. Pero se dio cuenta de que para eso había que valer, tener las agallas o la cobardía suficiente para ejecutarlo, aún no lo tenía claro. Esa noche se dio cuenta de que amaba a su mujer, a pesar del tiempo transcurrido desde que se casaron, a pesar de los desencuentros y las pequeñas discusiones.
El hombre que desde siempre había anhelado ser escritor buscó su sitio entre el laberinto de frágiles tabiques contrachapados. La planta permanecía en un silencio expectante, sólo traspasado por los zumbidos de los ordenadores y los murmullos de los empleados acentuados con un timbre de falsa autosuficiencia. El escritor cansado de permanecer en la clandestinidad conocía muy bien a los gestores que trabajaban con él. No se sentía cómodo entre ellos porque con ninguno podía mantener una conversación sobre las cosas que realmente le importaban. Aparte de su especialidad y su trabajo, no sabían una palabra de literatura. Él había dedicado cientos de horas en empaparse de arte y sus compañeros se limitaban a dejarse llevar por la euforia de los partidos de fútbol. Qué injusta era esta sociedad que margina a los artistas, pensaba.
El escritor sin éxito dejó caer pesadamente la cartera negra que contenía los balances económicos de algunas empresas clientes, y, lo que más le importaba, el bosquejo de su última novela. Para realizar este esbozo había sacrificado un viaje entero a Mallorca. Apenas salió de la habitación del hotel con la amiga depresiva de su mujer, por la cual Leire tuvo la idea del viaje, para ayudarle un poco con la enfermedad. Cuando partieron en avión tenía la tibia esperanza de que la amiga, diseñadora gráfica, comprendiera su pasión por la escritura durante el viaje. Pero ni su mujer ni su amiga lo asimilaron. A él le traía sin cuidado. La decisión era fácil: o dedicar durante todo el viaje una atención hipócrita a la amiga de su mujer, que no le importaba nada, o dedicarse en cuerpo y alma a lo suyo. Su mujer le reprochó la actitud de desdén que mantuvo hacia su amiga y empezaron a discutir delante de ella nada más tomar tierra en la vuelta, cuando el autobús que recogía los pasajeros los llevaba a la terminal / “Eres un egoísta de mierda, ¿sabes? Te has tirado todo el viaje con el ordenador sin hacer caso de nada”/ Leire, yo te lo advertí, necesito trabajar en la novela, si te molesta, es tu problema/ No, si a mí no me molesta, a quien tendría que molestar es a ti, que luego lo que escribes no tiene salida/»
Otro ataque de sinceridad por parte de su esposa. Cuando sucedían le daban ganas de abandonarla.
/ No discutáis, por favor, dejadlo- intervino la amiga- / Espera, Marisa, que estamos hablando. No vuelvo a ir contigo a ningún lado, te vas tú sólo con el ordenador./
La oía como quien oye llover, abstraído en el proyecto de la novela.
El escritor preparó los ajustes que tenía pendientes ese día en su trabajo y estiró repentinamente la espalda. Las vértebras se quejaron con un crujido soterrado. Le dolía la espalda a pesar de asistir con regularidad al fisioterapeuta, o quizá por ello.
Estuvo trabajando hasta la una, cuando dos hombres se acercaron a su mesa. Sorprendido porque en su trabajo no eran habituales las visitas, les preguntó qué querían. / ¿Jaime Navarro?/ Sí, soy yo. Dígame./ Policía./ Dijo el tipo con rizos rubios y labios gordos abriendo un billetero y mostrando una placa credencial que resplandeció unos instantes a la luz plácida y serena del mediodía que violaba la mesa del escritor./ Está usted detenido por falsificación de documentos y fraude fiscal. Tiene derecho a guardar silencio, a no confesarse culpable ni declarar contra sí mismo y a ser asistido por letrado en las diligencias policiales. Acompáñenos, por favor.
¿Pero esto, a qué se debe?/ Ya ha oído a mi compañero. Venga con nosotros. Depende de usted si quiere armar un escándalo. / Bueno, bueno. ¿Me dejan llamar a mi esposa? Se va a preocupar. / Sí, llámela.
Para el escritor el juicio fue un proceso lento y humillante. Su estabilidad psicológica y vital se había derrumbado. Todo era nefasto: habían descubierto la red de blanqueo de dinero y los integrantes de la red habían caído. El fiscal pedía al juez diez años por el delito. El abogado defensor del escritor no dejaba de darle esperanzas pero no podía asegurar que saliese indemne. Comenzó asegurándole que no pisaría la cárcel, y según el juicio fue avanzando puso énfasis en que la condena sería breve. Cuando el juez falló la sentencia y comenzó a leer las disposiciones al escritor le temblaban las piernas a pesar de que permanecía sentado. Cuando leyó el “debemos condenar y condenamos a Jaime Navarro por los delitos de blanqueo de dinero, falsificación documental, cohecho y fraude fiscal a la pena de siete años y un día, siendo esta…” Le empezaron a dar latigazos en las sienes y la sala del juicio se le nubló. Habría dado un brazo por respirar aire puro, y no el aire viciado y áspero de la sala.
La cárcel donde pasó cinco años de su vida era gris, inmensa, y olía a cal. El módulo donde le habían ubicado era confortable y dormía con otro preso condenado también por delitos económicos. El escritor agradeció el gesto de la institución penitenciaria: no habría soportado convivir con un recluso condenado por otras causas. Los funcionarios le habían asignado una celda cercana a la salida de la segunda planta. Desde allí podía contemplar un pequeño rectángulo del cielo, delimitado por los muros imponentes de la cárcel. Echaba de menos la vida que había perdido.
A los cuatro meses de permanecer allí dentro el tiempo le parecía un día interminable. Era como una hora ensanchada hasta la eternidad. La tortura no era atravesar esa monotonía inacabable, la tortura era ser consciente de que eso no le serviría para aleccionarle. Él era una buena persona. Había cometido un error trágico que le había costado todo lo que había construido hasta ahora, que le había conducido hasta lo más bajo. Pensaba que sólo el susto que todo aquello le había producido era suficiente para aleccionarle. Había aprendido la lección. Pero el castigo acababa de comenzar.
Sólo había pasado un año cuando las visitas de su mujer con el niño comenzaron a disminuir. Desde entonces, se preparó para lo inevitable: la había perdido para siempre. Al recibir la carta de un bufete de abogados matrimonialista, casi se alegró de la propuesta de separación amistosa que le había propuesto. Era lo mejor para ambos.
Para no volverse loco hacía mucho ejercicio. Hacía sesiones de cien flexiones hasta que su cuerpo no daba más de sí. Extenuado, tumbado en su camastro boca arriba, cerraba los ojos y se imaginaba la vida que habría protagonizado de no estar encerrado. En la Nochebuena, mientras el resto del personal carcelario y los reclusos celebraban la cena de Navidad, permaneció en su celda. Trajeron ternera asada y langostinos, pero no los probó. Lloró como un niño hasta que se quedó dormido. Cuando se despertó a las primeras luces del día los ojos negros de los langostinos se le quedaron mirando fijamente. Su vida se había convertido en uno de esos langostinos resecos, muertos pero con los ojos que recuerdan absurdamente a la vida. Esa mañana tomó una determinación: o escribir o dejar que su alma se fuera oxidando lentamente hasta anularse. Si escribía se salvaría de una muerte lenta. Ideó la trama de una novela a la que tituló El esplendor perdido. Quería plasmar el paso de la juventud a la madurez de un chico que vivía en un barrio humilde. Empleó dos años en escribirla. La novela era distinta a todos los manuscritos que había realizado hasta ese momento. Cambió el estilo, la forma en que transcurría la acción, la estructura, el lenguaje… era como si otro escritor hiciese esa novela por él. La escribió sin ninguna presión. No pensó nunca, mientras pasaba las noches en blanco en la celda, en sacarla a la luz. Estaba escribiendo una obra para él mismo, sin la necesidad de publicarla, ni de venderla, ni de que tuviera repercusión mediática. Como mucho, se la mostraría a los funcionarios, el público más intelectual que albergaba la prisión. Por las mañanas bajaba a la biblioteca para escribir, algunas veces cogía libros sobre los temas que estaba tratando en ese momento, para inspirarse. De todas formas, lo que a él más le interesaba era conocer las vidas de los reclusos, les preguntaba cosas relacionadas con sus infancias, con su adolescencia, con su primera juventud. Elaboró su libro con los retazos de las vidas de los presos.
Cuando lo finalizó, no sintió satisfacción alguna. Le parecía un libro insípido, carente de emociones. Si las otras obras que había tejido con angustia no alcanzaban la menor importancia, ¿por qué iba a tenerla esta, realizada en la más absoluta tranquilidad? Enseñó la obra a los funcionarios. A uno de ellos le apasionó tanto que le propuso enseñársela a un cuñado suyo, que trabajaba en una modesta editorial para ver qué decía. El escritor no opuso ninguna traba a que lo hiciera, le daba lo mismo. Pasaron dos semanas y el editor le confirmó la publicación de la obra en una carta demasiado efusiva. Sacó la obra en algunas librerías importantes. A los cuatro meses el editor fue a verle para decirle que aquello estaba siendo un rotundo éxito, que incluso estaba ganando dinero. Obviamente, le dijo que el buen número de ventas le beneficiaría también a él. A los siete meses le dijo que iban a hacer una nueva edición porque el éxito estaba siendo increíble, el dinero había comenzado a fluir de forma imparable. El editor propuso al escritor la apertura de una cuenta en una sucursal bancaria para ingresar el dinero que le correspondía, aunque de momento no pudiera disfrutarlo.
Mientras tanto, el escritor estaba confuso. Empezaba a ser un escritor reconocido pero en unas circunstancias extrañas. No sabía si lo que estaba pasando ahí fuera con su obra era cierto o sólo un sueño. Cadenas de televisión, radios y revistas llamaban a la cárcel para realizarle entrevistas. Incluso el director le citó en su despacho para darle la enhorabuena y animarle a escribir más. Según le dijo, su caso era la demostración palpable de que la cárcel podía redimir a un hombre. Además le hizo firmar un ejemplar dedicado para su mujer.
Una vez, en la sala de estar común donde los presos veían la televisión vio el escritor una de sus entrevistas en un informativo. Casi se atragantó con la magdalena mojada en leche que estaba comiendo. Los presos empezaron a aplaudirle y a darle palmadas en la espalda porque ellos también habían leído sus obras, incluido Remigio, el más viejo de la cárcel, que apenas sabía leer pero al que le habían leído la obra los otros presos por turnos. Para el escritor era raro contemplarse en la pantalla de televisión, le daba la impresión de que el hombre moreno de mirada triste y lento movimiento de manos que hablaba de un libro sobre un barrio obrero no era él. Mientras persistía en su paladar el sabor levemente ácido de la leche, asistía al vídeo de la entrevista como si las imágenes fueran un recuerdo lejano que volvía a la memoria. Ahí estaba él hablando sobre su libro en horario de máxima audiencia, el sueño que siempre había anhelado, aunque con unos barrotes beis a sus espaldas. En la pantalla se vió más viejo, raído por el tiempo, y únicamente conservaba la mirada titubeante que le había caracterizado desde que era niño. Aquello fue como si no se hubiera visto nunca en un espejo y se viera por primera vez.
Pasaron tres años con la lentitud de los días interminables de verano. El escritor de éxito continuaba escribiendo su segunda novela. El libro que le dio la fama se seguía vendiendo. Tenía todo el tiempo del mundo para escribir y reflexionar. El tiempo se detiene en la cárcel como en un viejo reloj. El tiempo que conocen todos los reclusos antes de entrar a la cárcel se desangra en la primera semana de estancia en la celda y se va muriendo lentamente hasta desaparecer. El tiempo allí es un recuerdo de la infancia enterrado por el olvido. En la cárcel todos los días son el mismo día. Para entretenerse de la literatura que escribía había descubierto el placer de trabajar con las manos, algo que antes había considerado inútil. Por las tardes, cuando estaba hastiado de estar escribiendo desde por la mañana bajaba al taller de carpintería a echar una mano. Tallaba figuras, daba forma a sillas, pequeñas mesas, y se reconfortaba con ese trabajo, que le tranquilizaba más que los ansiolíticos que a veces tomaba en su vida anterior. La vida se le había parado pero no sentía angustia por ello, sino la calma quieta del mar el día después de una tormenta, un abandono de sí mismo como el que surge tras mantener una discusión muy fuerte en la que se desboca nuestra ira y poco a poco se va diluyendo en la serenidad.
Cuando menos se lo esperaba, recibió una misiva del juzgado. La leyó con una mezcla de temor y desconfianza. Por su buen comportamiento le reducían la condena y le concedían el tercer grado. Sólo tenía que pasar en la cárcel los fines de semana. El resto de los días sería libre. El escritor de éxito no sintió alegría al leer la carta porque ya lo esperaba, llevaba cuatro años esperando que le dijeran eso y tanto tiempo había mermado su capacidad para ilusionarse. Así que la cárcel le había servido para vaciarle de emociones, le había envejecido el alma y nada más. Durante su aislamiento lo que más echaba de menos era pasar una noche con una mujer, no sólo para hacer el amor con ella sino para yacer abrazados en el silencio sordo de la noche, para sentir su cuerpo desnudo, duro y tibio bajo las sábanas y no la aspereza de la cama de su celda. En la cárcel a los presos de segundo grado les concedían alguna hora al mes para estar con sus parejas en un módulo al que los presos llamaban el módulo del amor. Le daba un poco de envidia hablar con los presos que pasaban por el módulo del amor, envidiaba el sosiego y la paz con que regresaban a las celdas, recién ardida la hoguera de su deseo. En la cárcel todo era compartido, no existían apenas pertenencias propias entre los reclusos y la vida que llevaban todos ahí dentro se parecía a una comuna, un pequeño universo al margen de todos los valores que el escritor había conocido en su vida anterior.
En la madrugada del lunes en que salía de allí no pudo dormir: el mundo, inmenso y abrupto, le esperaba ahí fuera y le daba miedo. Se sentía como un niño tímido al que sus padres le presentan a un grupo de personas. Además, su editor le había propuesto varias firmas de libros en grandes almacenes, por lo que no sólo tendría que enfrentarse a la vida cotidiana en libertad sino que debía hacer frente a una nueva situación que le atemorizaba: ser una cara conocida para desconocidos.
Lo primero que hizo al levantarse fue hablar con el director de la cárcel, que le ofreció unas palabras de aliento y esperanza para la nueva vida que le aguardaba. La pequeña charla le incomodó. La sonrisa hipócrita del director le irritaba, con sus frases moduladas con una educación postiza. Quizá se había acostumbrado a la sinceridad desnuda de los presos durante su estancia allí dentro.
Deseaba salir para respirar el aire puro e ir al cine. Después de la reunión, cogió sus cosas y sus libros, se despidió de los pocos amigos presos que había hecho, así como de los funcionarios que hacían guardia esa mañana, y se alejó de aquellos muros alentado por el sol tímido de la mañana como si huyera de una madrastra que no le quería. Cogió un autobús desvencijado que le llevó a la ciudad.
A pesar de que había ganado bastante dinero gracias al éxito de su novela, aceptó el trabajo que le deparó el programa de reinserción como ebanista en un pequeño taller de carpintería próximo a su casa. Así que siguió con los hábitos adquiridos en la cárcel. Por las mañanas sondeaba sus pensamientos para avanzar en el libro que había empezado a escribir en la prisión y por las tardes después de comer bajaba a trabajar con la madera. El libro que estaba elaborando trataba sobre alguien al que le ocurre algo terrible, pierde la fe en sí mismo y llega rincones apartados del mundo intentando obtener respuestas a su vacío interior.
Al finalizar la novela se la entregó al mismo editor que le había lanzado y rechazó las ofertas de otras editoriales que ahora se interesaban por él. El escritor no olvidaba a los que le habían ayudado, los que habían luchado hombro con hombro a su lado. Asistió incrédulo a varias firmas de su libro El esplendor perdido y contemplaba fascinado a las personas que hacían cola y se acercaban a su mesa para que les firmara un ejemplar. Todas esas personas eran la prueba de que lo que escribía tenía valor y le despojaban de la incertidumbre que le asfixiaba siempre que escribía. Palabras de agradecimiento, besos furtivos, sonrisas de amabilidad o admiración, apretones cálidos de manos. Era todo lo que había deseado desde que era joven y ahora le llegaba en avalancha.
Una vez hubo pasado un tiempo, decidió trasladarse a una isla fuera del país en donde siempre había vivido, una isla en donde la plenitud del día le ayudara a escribir alejado del invierno perpetuo que padecía su ciudad incluso en primavera. El escritor quería un entorno en el que el verano fuera eterno para despojarse de la tristeza que había contraído durante su estancia en la prisión. Era una tristeza de todo y de nada, la pura pena de no saber porqué que caracteriza a muchos artistas. Para él el mundo empezaba a consistir en tristeza, y eso le aterraba. Así que se fue a vivir a la isla donde nadie le recordara a nadie, ya que los pocos familiares y amigos que tenía le habían dado la espalda en el momento en el que fue condenado. Allí encontró el amor de su vida, una mujer viuda que, como él, también huía del pasado. Eran dos almas naufragadas en aquella isla por el oleaje revuelto de sus vidas. Vivían en una antigua casa de pescadores y por las noches subían al tejado para contemplar las estrellas y el mar nocturno, impenetrable y hosco como la mirada de un loco. Permanecían abrazados y se quedaban dormidos hasta que bajaban a dormir o les sorprendía la luz de la mañana. El resto del día lo empleaba en escribir su segunda novela. La terminó y se la entregó a la editorial. El escritor nunca había sido tan feliz.
Tras publicarse la obra, de la editorial llegaron malas noticias. La novela que había escrito en libertad no alcanzaba el éxito esperado, no gustaba al público porque era demasiado enrevesada. Al escritor eso ya le daba igual, y según llegaban las cartas a su buzón (en la cárcel se había acostumbrado a no tener Internet) las rompía en pedazos después de leerlas y las arrojaba al viento desde la azotea.
Pasaron los años y ya nadie volvió a acordarse de él, los libros que había vendido permanecían en las estanterías de las casas sin que nadie los volviera a abrir.
Una vez llegaron unos periodistas a la cala donde su mujer y él vivían. Encontraron un anciano que salía a pescar en un pequeña barca a motor. Le preguntaron si allí vivía Jaime Navarro, el escritor que había estado en la cárcel y del que ya nadie sabía nada porque se le había perdido la pista. En una pequeña televisión le mostraron el vídeo en el que le entrevistaron en la cárcel. Les dijo que no sabía nada de aquel hombre que titubeaba al hablar.