Por NACHO CABANA
Vi el musical Billy Elliot en Londres hace 12 años y me pareció una obra que difícilmente podría ser montada en nuestro país. No solo por sus requerimientos técnicos sino por lo complicado que resulta encontrar a (seis) niños capaces de actuar, cantar y bailar en muy diferentes estilos.
Tiempo después se corrió el rumor de que una productora española iba a intentarlo cambiando la ambientación del nordeste de Inglaterra a principios de los 80 a la reconversión minera asturiana de mediados de la misma década. Afortunadamente, aquel disparate no llegó a buen puerto y no ha sido sino hasta hace ahora dos años que Billy Elliot, el musical, llegó al Nuevo Teatro Alcalá.
Y lo hace respetando escrupulosamente el original (diría, temiendo equivocarme, que solo se han añadido los cabezudos en el viaje onírico a Londres y eliminado las banderolas en el número Solidaridad) para lo cual sus responsables han sabido aprovechar las excelencias de la sala en que se representa y, sobre todo, abrieron año y medio antes del estreno una escuela para formar a niños que pudieran alternarse en los roles principales. Un laboratorio de talento infantil que sigue abierto en una calle lateral del foro.
La principal virtud de Billy Elliot, el musical es que Lee Hall y Peter Darling hacen confluir diferentes planos narrativos y espaciales sobre el escenario los cuales, al mezclarse al ritmo de la música de Elton John, generan la coreografía. En el número más largo y complejo del show, el ya citado Solidaridad, las clases de danza infantiles femeninas a las que se apunta el protagonista se cruzan con el pique entre obreros y policías dando lugar a un número que no es sino la clave dramática de la historia.
Un trasvase similar entre intención y danza se produce en el excelente final del primer acto, cuando la ira infantil de Billy Elliot se expresa a través de la danza al tiempo que el muro de intransigencia paternal se convierte en la represión policial que condena a los mineros a chocar contra un futuro inexistente.
Natalia Millán está tan convincente como segura de su trabajo en el rol de Señora Wilkinson mientras José Luis Torrijo sustituye con solvencia al popular Carlos Hipólito. Más duro que en sus roles televisivos y cinematográficos, Adam Jezierski recuerda por momentos a Aaron Paul o a un joven Roberto Álamo. En la función a la que tuve ocasión de asistir, el rol protagónico estuvo interpretado por Millán de Benito. Muy bien el actor infantil en los número de claqué, algo brusco en los pasos más clásicos y convincente en lo interpretativo. No es poco para un chaval de unos doce años que se pasa casi tres horas en escena.
Sin embargo, la gran revelación del elenco más joven es sin duda Álvaro de los Santos, el niño al que le gusta disfrazarse de niña con cuya soledad acaba la obra. Santos, más o menos de la misma edad que de Benito, canta, baila, escucha e interpreta llenando él solo el enorme escenario del Nuevo Teatro Alcalá. Que siga así.
David Serrano dirige a los actores con soltura y sin caer en la tentación de colar una gracia en cuanto ve la ocasión con la excepción, quizás, de Mamen García en el rol de la abuela. Justa de voz e innecesariamente costumbrista hispana en las escenas donde aparece.
Un espectáculo que, una vez más, demuestra que cuando en una adaptación se respeta el original el resultado puede ser tan bueno como éste. Ya podrían aprender los que se permiten destrozar los libretos pensando que el público español es tan corto de entendederas como ellos.