Por Andrea Aguirre y Rubén Romero Sánchez
El objetivo de estas bi-siones poéticas es ofrecer dos puntos de vista complementarios a partir de la lectura de un poemario que nos haya resultado especialmente digno de elogio.
La herida en la lengua, de Chantal Maillard
Tusquets Editores, 2015
184 páginas
Visión de Rubén Romero Sánchez
“Abrázame le dice / pero es / tan larga la caída”, concluye uno de los poemas de La herida en la lengua. La caída del que siempre será niño en el poemario, ese “Ángel aún sin nacer”, nuestra propia caída como individuos y como especie: “La crueldad no son las fauces del tigre en el cuello de una gacela, no, la crueldad es moral, y la moral es humana. La estupidez también”. Y no nos salvará ni el lenguaje, “…lujosa encuadernación / de la ignorancia”, sistema de incompletudes tras el que nos refugiamos y al que, a la vez, nos enfrentamos. Pero la autora, en su particular descenso a los infiernos, se pregunta “…y si enemigo / no hubiese?”, ¿y si fuéramos nosotros nuestro propio enemigo? Porque estamos ciegos, porque nadie nos guía, porque nuestro lenguaje que nombra es nuestra condena. Pero “La lengua falsea. La lengua miente”. Por eso la poeta, cautiva de la herida, sentencia: “No debiste aceptar el don de la palabra. / (…) vuelve / a tragarte la lengua”. Y cada poema incendia la página en un libro memorable.
Visión de Andrea Aguirre
Chantal Maillard, a caballo entre la poesía y la filosofía, demuestra con La herida en la lengua que es, sin duda, una de las mejores poetas del siglo XXI.
Los poemas actúan como bálsamo (“constatar / el alma / entre / los huesos / Agradecer / la tregua”) ante la imposibilidad de decir el dolor, todo el dolor que en el ser humano provoca la violencia, que no es otra cosa que la expresión de nuestra herida mortal, porque “no somos / vamos siendo / aquello que hemos despreciado”. Porque la herida en la lengua es un libro del dolor: dolor concreto del yo, como el provocado por el suicidio de un hijo (“Pájaro de alas rotas / Mi hijo”) y dolor universal, como el de las masacres y las injusticias, que suceden en el mundo y “Mientras tanto Europa, la esclarecida Europa / duerme como aquel monje su sueño de / trescientos años oyendo cantar a un pájaro. / Otros pájaros, oscuros, habrán de despertarla”. Maillard canta sobre y contra la violencia humana, terrible y rotunda (“En el jardín de las tinieblas, decidme / ¿cuál es la identidad de una sombra?”), y nos recuerda que también en el lenguaje existe violencia (“no debiste aceptar el don de la palabra”).
Los poemas de este libro son más que balbuceos, aunque así sean llamados en su última parte; quedan impresos como cicatrices abiertas (“torpemente advierte / en sí / la herida que es de otro / y le arde”) y nos inspiran el anhelo del retorno al origen, a la quietud, a la inocencia (“dormir / como / hacia el origen / antes de la escritura / antes de la palabra / cuerpo / dichoso si tan sólo / posible fuese nunca / despertar”). El dolor no se extingue pero se calma, y se nos encomienda una, quizá, imposible tarea: “Hallar un pueblo sabio”. Para ello, “Escucha. Pon atención / y escucha / el golpe del martillo / nunca / la misma / nota / en la piedra que estalla” y “No te importe / el dolor. Cuida / la transparencia”.
Oídme. Hablo
de cosas muy concretas.
Hace tiempo me atrajo la eufonía
confortante de las palabras su
cadencia y el brillo
impertinente del espíritu ─ ¿espíritu? ─
en la cuerda floja de la nada.
Fui de aquéllos.
Fortalecí el ansia de saber porque el yo
se refuerza sabiendo y
quería ser más.
Pero al fin sigue siendo nada
El yo bajo el decir.
Os hablo de cosas muy concretas.
Quien habla es lo de menos.