Por NACHO CABANA
Apostar por un festival de cine 100% presencial en plena cuarta ola aventurándose a traer a Barcelona a dos megastars, una del cine europeo y otra del estadounidense, es digno de aplauso desde antes de que se inicie siquera la primera de las proyecciones.
Y esa está siendo la apuesta del BCN Film Fest en esta su quinta edición que se celebra hasta el viernes que viene en los Cines Verdi de Barcelona (con las entradas a 2´90). Johnny Depp y sus retrasos constantes ha sido la estrella que ha colocado este año a este modesto certamen barcelonés en buena parte de los noticieros nacionales y en todos los medios de comunicación catalanes.
El actor que hizo una auténtica creación como Ed Wood y sumó su Jack Sparrow al imaginario colectivo de héroes de una generación vino a presentar El fotógrafo de Minamata junto a su director Andrew Levitas; un largometraje en el que, amén de protagonizarlo, ejerce de productor.
Se trata de un más que estimable trabajo cuyo principal mérito es escapar de las trampas que suelen tener los guiones con mensaje ecológico. Esto es, una obviedad palmaria que busca la indulgencia en lo justo de la causa que defienden cuando flaquean (lo que es bastante habitual) los mimbres cinematográficos narrativos con los que se construye el discurso.
Y lo que hace Levitas es dotar al correcto pero poco original libreto de un ritmo pausado y nada estridente, donde planos y secuencias (con la excepción de las que tienen lugar en la redacción de la revista “Life” donde habita un Bill Nighy que parece haberse escapado de otro film) fluyen de manera tan cadenciosa como la bellísima panorámica que abre la película reproduciendo fielmente una de las fotografías originales que Eugene Smith hizo en Minamata en el año 1971 documentando el envenamiento por mercurio de una aldea de pescadores y que a su vez recuerda poderosamente un cuadro de Caravaggio.
Tiene para ello el director tres herramientas que equilibra y conjuga con inspiración y tacto. El primero es la interpretación del propio Depp, que logra reflejar el arco evolutivo de su personaje sin hacer hincapié en los grandes cambios de actitud que experimenta. El segundo es la fotografía en tonos metálicos de Benoît Delhomme quien evita las postales al tiempo que recrea los trabajos originales de Smith. El tercero y último es la excepcional banda sonora del gran Ryuichi Sakamoto con el punto justo de épica para que no decaiga el conjunto sin que se noten los subrayados.
No es poco para una película basada en hechos reales, verde y con actores con protésis falsas interpretando a discapacitados.
También esquiva todas las trampas adivinables la excepcional Una joven prometedora (ya en salas, no se la pierdan) de Emerald Fennell película encargada de inaugurar este BCN Film Fest 2021. Una “rape & revenge movie” en tiempos del #metoo, en la que su novel directora esquiva la tentación de meter flashbacks para explicarlo todo logrando con ello implicar al espectador en una historia donde literalmente, puede pasar de todo sin que absolutamente nada chirríe.
Y lo consigue Fennel con un guion perfecto (en el que incluso se permite no expecificar claramente qué es lo que les hace la protagonista a los hombres que, finde tras finde, intentan aprovecharse de su supuesta embriaguez para acostarse con ella) y una interpretación memorable de Carey Mulligan (totalmente opuesta a la de Frances McDormand en Nomadland) que transforma en sororidad luctuosa lo que en otro rostro podría haber derivado en psicopatía militante.
A ratos parece un intrascendente film “indie”, a ratos una comedia negra, a ratos una obra de tesis. Una joven prometedora podría dar la sorpresa en los próximos Óscar (no puede ser más oportuna) y solo le falta un personaje masculino (el de Alfred Molina lo es solo a medias) claramente positivo para ser una obra maestra.
También hemos visto la fallida Pequeño país de Eric Barbier (también guionista), una película que transcurre antes y durante el conflicto que en los años 1993 enfrentó a Hutis y Tutsis en África Central. Y lo hace centrando su atención en una familia mixta (francés él, ruandesa ella) que vive, desde su excolonizadora retaguardia en la vecina Burundi, cómo el conflicto nace y se desata.
El problema es que Barbier decide centrarse en los hijos de la familia y sus amiguitos dejando fuera de película todos los grandes acontencimientos que pondrán patas arriba hasta acabar destruyendo su, ya en crisis, universo familiar. Incapaz de centrarse en lo que ha decidido mostrar, los personajes de Pequeño país se pasan toda la pelicula contando lo que pasa fuera del nucleo central mostrado. Y cuando no lo hacen ellos, lo hacen prensa y noticieros. Pero la violencia verbalizada apenas les salpica hasta el final a los protagonistas. Todo de manera tan insistente que uno no puede dejar de preguntarse porqué no vemos lo que está pasando de verdad en lugar de a unos niños recogiendo mangos en la selva.
Quizás, sea, me temo, por un problema de presupuesto…
