La sensación de tibieza y desinterés que se vivió en el estreno de la esperadísima Autómata de Gabe Ibáñez, que competía en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, fue unánime. De tibia, ni siquiera provocó airados comentarios que, a fin de cuentas, también pueden servir para promocionar y atraer la atención de los objetivos de las cámaras. Pero Autómata no llega ni a eso. Se queda en un terreno demasiado estéril, maquinaria sin batería para la que prometía ser una de las películas españolas del año.
Autómata lo tenía todo. Partiendo de su director, Gabe Ibáñez, poseedor de un gran poderío visual, capaz de revolucionar el videoclip español con su aportación a Canción de todo va mal de Le Mans, fantasía abstracta en clave Constructivismo Ruso, que supuso una auténtica ruptura con los modos y formas de entender el clip musical. De hecho, el ex Le Mans Ibon Errazkin se encarga de la composición de uno de los temas de la película, un track de percusión electrónica fantástico que ayuda a imaginar hipótesis sobre cómo podría haber sido este Autómata si Ibáñez se hubiera centrado en armonizar el conjunto por encima de sus detalles y, más aún, si su propia conciencia de producto Blockbuster no lastrara esos intentos fallidos por volar más alto, alejándola de las convenciones que lastran su interés.
El estilo del director sigue pidiendo a gritos un gran guion, el dique contenedor para su éxito, como ya ocurriera con su puesta de largo, la gélida Hierro (2009), thriller al sfumato con Elena Anaya como principal reclamo, que acababa ahogándose en las aguas turbias donde se adentraba con más pasión que oficio. Para Autómata, es un rejuvenecido Antonio Banderas, involucrado también en la producción, el encargado de convertirse en acertado señuelo para los multicines.
Eso sí, ni el cacareado morbo de encontrarse por primera vez tras su divorcio con su ex, Melanie Griffith, ha servido para mucho. Autómata se pierde en el desierto donde se desarrolla la segunda mitad de la película, a falta de una trama que se antoja aburrida de simple, a pesar de algunos chispazos de genialidad y de un diseño de producción que no hace envidiar a las superproducciones taquilleras de turno, donde supuestamente debería mirarse, a pesar de contar con un presupuesto infinitamente inferior. Por su osadía, la película puede recordar en este aspecto a otros títulos como District 9 (Neil Blomkamp, 2009) o Eva (Kike Maíllo, 2011), en cuanto logran capear la falta de recursos que exige una producción de ciencia ficción -robots incluidos- de estas características, con más ingenio que dinero.
El gran atractivo de las fantasías distópicas, además de hacernos reflexionar sobre el futuro de nuestra civilización, es la construcción de universos posibles, la arquitectura de augurios materializados en teorías e historias que se encierran sobre sí mismas cuando están bien acabadas. Esa sensación de plenitud, de autonomía, es uno de los preceptos básicos, inquebrantables, para suspender la credulidad del espectador e intentar seducirlo con estas pesadillas futuras. Puede que el espectador no pida ya nada más que una concatenación de hechos que le entretengan en este espacio fantástico, rebajando tesis filosóficas, bases científicas o coherentes, pero el andamiaje de todo este entramado ficticio no puede tambalearse. A pesar de la fiel y generosa entrega del espectador de cine fantástico y de ciencia ficción, cualquier incoherencia con las leyes y estructuras diseñadas en la creación de estos universos, será entendida como una grave ofensa, la que llevará a dejar de creer en la misma película.