– ¡Guapa! Ponme otra copa
– ¡Te he dicho que voy a cerrar, joder!
Tener que echar del local a los “borrachos babosos” que a última hora querían (o exigían) tomar una última copa no era lo que más le molestaba de ese trabajo. Lo que no soportaba, en realidad, es que cualquiera de ellos se tomara la libertad de llamarla “guapa”, “encanto”, “bonita” o (el que sacaba a Lucía de sus casillas), “culito”.
– Venga, culito. Te prometo que me la tomo en cinco minutos.
Lucía arrojó con fuerza la bayeta en la barra haciendo que algunas gotas salpicaran directamente en la cara del desagradable cliente. Aquello era motivo más que suficiente para que el individuo pidiera una hoja de reclamaciones, pero ella sabía que con la borrachera que él llevaba no se le iba a ocurrir. Estaba convencida de que ni siquiera podría coger un bolígrafo para firmarla.
– Me gustan las tías con carácter. – dijo esbozando una sonrisa- No te preocupes que lo he entendido.
– Muchas gracias. Ya te he dicho que son las tres y diez de la mañana. Y ahora, si no te importa…
– Espero a que cierres y te invito a tomar una copa en mi casa..
Aquella última frase sacó a Lucía de sus casillas. Salió precipitadamente de la barra y abrió la puerta invitándole (obligándole) a que saliera. Ni siquiera pronunció una palabra. Su gesto debería decirlo todo.
– Eres una puta borde, – dijo el hombre poniéndose torpemente el abrigo- ¿te lo habían dicho alguna vez?
Lucía se mantuvo firme apretando con fuerza el tirador de la puerta del local.
– Y esto no va a quedar así – se tambaleaba mientras se acercaba a la puerta- esto mañana se lo voy a decir a tu jefe. Es amigo mío.
– Pues mío no.
El hombre salió del local y se quedó mirándola con embriagado desdén. Lucía cerró la puerta de un portazo y echó la llave.
Se sentó en el taburete que el imbécil borracho había dejado libre y comenzó a llorar desconsoladamente. Después de tanto tiempo buscándolo había encontrado un trabajo que le permitía pagar el alquiler, hacer una buena compra dos veces al mes e, incluso, poder darse algún que otro capricho en las rebajas pero ¿a cambio de qué?
Volvió a entrar en la barra y sirvió un chupito de Cutty Shark que se bebió de un solo trago abrasándole la garganta. Puso cara de asco y sufrió una arcada.
– ¡Joder!
Tras unos segundos se sintió mucho mejor.
Terminó de pasar la bayeta a la barra, hizo la caja y, tras escribir una nota que dejó junto a la caja registradora, apagó las luces del local. Salió a la calle. Cerró las puertas y tiró las llaves a un contenedor. No hacía especialmente frío así que decidió ir andando hacia casa pensando analizando lo que acababa de hacer.
Durante todo el trayecto las lágrimas no dejaron de brotar por sus mejillas. Incluso unos jóvenes que estaban haciendo botellón en un parque le preguntaron que si estaba bien. Aquello hizo que por primera vez sonriera en aquella noche.
Al entrar en el apartamento ni siquiera encendió las luces. Fue directa hacia el dormitorio y continúo llorando durante un buen rato en la cama. Cuando se hubo calmado y comenzaba a pensar fríamente en lo que había hecho, la segunda sonrisa de esa noche apareció en su rostro.
Encendió la luz de la mesilla y se dirigió hacia el armario empotrado. Lo abrió y rebuscó en la balda de la parte de arriba.
– Aquí estáis
Sacó una caja de zapatos que puso sobre su cama. La abrió con mucho cuidado, como si un tesoro estuviera allí escondido. Sus zapatillas de ballet estaban intactas. Se las puso con la ceremonia con las que antaño siempre se las había calzado y se acercó al espejo. Era extraña la combinación de esas zapatillas con unos pantalones de Mango y una blusa de H&M, pero ella se sintió la mujer más elegante del mundo. En aquel momento, ante el espejo, hizo un “relevé”. Se vio enorme, auténtica. Miró de nuevo sus zapatillas calzadas en sus pies y esbozó la tercera y más sincera sonrisa de aquella noche.
– Chicas. Mañana volvemos a la carga. Justo donde lo habíamos dejado.