En la foto de portada, una obra de Bruno Walpoth.
Hay poetas que, como el caminante y su sombra, escriben lejos de la gritería incesante y de los destellos intermitentes/ de los fuegos artificiales y de las risas, extraen sus versos del ascetismo de la luz y pulen la imagen en la soledad del cuerpo lacerado, disuelto en el marco que lo rodea, y la visión extasiada del vacío. Otros, por el contrario, diseminan su ego, lo ajustan a un paisaje infinito y lo siembran, ya se trate del elemento acuático o el terrestre, la cordillera o el bosque, la ciudad vertiginosa o el cuerpo, que es también la palabra, y que en todo caso nunca es propio: para escribir el poema hacen falta dos. La propuesta de Carlos Aguasaco (Bogotá, 1975) en esta Antología de poetas hermafroditas (Amargord, 2014) es la fusión de ambas tendencias, este vitalismo cercano al panteísmo y aquella vía más cruda de fragmentación del yo poético y disolución del ego. Aguasaco se desenvuelve con maestría entre ambas corrientes, oficio de equilibrista que acaso esté también en el fondo de su diversidad de intereses literarios y artísticos, desde la poesía, en este libro y en Conversando con el ángel (2003), hasta el videoarte, pasando por el microrrelato.
El equilibrio, y en esto es digno seguidor de Huidobro y su Altazor o viaje en paracaídas, entre la soledad del paracaidista, del buceador o del caminante, y el movimiento de la urbe en que reside el poeta, Nueva York, aparece reflejado en la poesía desde varios frentes. En primer lugar, Aguasaco recoge la influencia de Cervantes, Sor Juana, Garcilaso, se enfunda su primer disfraz en esta primera transformación hermafrodita, revisa críticamente y recupera temas y ritmos de los Siglos de Oro. Así, en “Retrato del bufón”, escribe:
Este que ves color mal aplicado
horror del arte y su textura
silogismo de la carne y sus miserias
no permite a la memoria hacer su engaño
Este que en su horror me hace lisonja
detiene el tiempo y sus terrores
vence a la muerte, el polvo y el olvido
como un abrazo de piedra permanente
[…]
Apuntaba María Zambrano en un homenaje a Velázquez y a la figura del “idiota” que “la poesía […] ha descendido una y otra vez a los infiernos para reaparecer cargada de historia y aun de historias infernales”. Aguasaco se inserta en ese espacio barroco (“El bastidor del mundo”, reza el título de la segunda parte del poemario) como el bufón y deja que éste hable por él. Segunda transformación hermafrodita que de nuevo pone en peligro el equilibrio, pero en otro sentido, porque el bufón, gracias a la risa nietzscheana que late en él (“El bufón y su sombra”, dice el título de la última serie de poemas), adopta mil formas, es capaz de colarse en mil géneros y estilos, desde el elegíaco de verso libre y el nocturno hasta poemas de aparente carga social y que esconden la integración de la naturaleza, de los orígenes y la diferencia radical en el yo poético, algo en lo que el autor sigue a Vallejo y García Lorca.
Si fuera un árbol mis ramas harían una pirueta en busca luz entre los edificios
Si fuera un árbol mis raíces serían el remedo de esa pirueta
Me quedo inmóvil hasta que una paloma me caga la cara
Y me río
porque también me sé reír a cántaros
La ciudad -Nueva York- se presenta ante esta nueva transformación como la única, o al menos la última, barrera que se le pueda oponer. El bufón lo es allí no por pirueta propia, por decisión, sino por descarte, por negación de lo que sucede y de lo que supone la ciudad misma. Su piel, su cara, esa máscara que podría pertenecer a cualquiera pero que fija en cada uno una forma particular, del mismo modo como el terreno determina el crecimiento o la altura de una planta o un animal, el cuerpo entero, se descompone en el mero nombre:
YO
Este soy yo,
Un fragmento de mi rostro entre los escombros del World Trade Center
mi cara entre la multitud
Lo único intacto, lo único superviviente, es ese fragmento, la voz poética, y ella es la que debe vertebrar todas estas máscaras, estos juegos de género o “hermafroditismo poético”, definido por el propio Aguasaco como “una vanguardia que desborda clasificaciones de género (literario y biológico)”, estas dislocaciones de lugar y tiempo; ella es la única capaz de vincular océano y trenes, mar y tierra, y unir La Mancha y las Indias, o Colombia y Nueva York. Y es que, si la palabra poética posee aún alguna fuerza, es precisamente esta: poder convertirse en flecha, en pájaro, en pez, en noche, y traspasar las fronteras de la razón en cualquier momento -en el Renacimiento o el Barroco, o dormido en un autobús-, desde cualquier lugar -desde la lengua precolombina, en la vertical que traza un esputo lanzado por una enana desde un edificio neoyorquino.
Dormido en el autobús, sueño con una palabra convertida en flecha
Una pieza de hielo triangular capaz de cruzar el Atlántico
Una paloma de viento frío, y de agua, que llegue hasta mi casa
Una imagen traslúcida que descienda sobre mi madre
Y le deje saber que estoy vivo.
El lector encontrará en esta Antología de poetas hermafroditas su irreprimible canto a la naturaleza, una naturaleza doble, por un lado cargada de humor, cómplice del bufón que la colorea y perfuma (siguiendo a Huidobro, podríamos decir que en Aguasaco el adjetivo no mata, sino que da vida), y por otro lado nocturna y melancólica, expresionista, cargada de un lirismo que atraviesa la voz propia y ajena.
La raíz de estos tallos me llega hasta el vientre
Y en mi vientre una nuez
como una roca
Tiene la forma del hijo que se rehúsa a salir
Y cada día se interna más en el cauce
en el río de mi sangre.
Antología de poetas hermafroditas, de Carlos Aguasaco. Prólogo de José Balza. Amargord, 2014. 12 €.
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