Es probable que el último responsable de esta nueva forma de entender un género fuese Jonathan Demme, porque fue él quien, por comienzos de la década de los 90, se lanzase a adaptar aquella novela de Thomas Harris inspirada en el famoso asesino serial Ed Gein. Ése fue sin duda el punto de partida de un estilo de hacer cine de género que marcaría en cierto modo la última década del siglo XX. Y es que tras el estreno de El silencio de los corderos, algo en el thriller parecía haber cambiado para siempre. Puede que psicópatas y asesinos en serie hubiesen copado las pantallas de todo el planeta de un modo bastante regular. Ahí estaban como prueba de ello Leatherface, aquel escalofriante hombre deforme, maestro en el manejo de la motosierra de la sobrecogedora La matanza de Texas; el propio Jason Voorhees, icónico monstruo asesino que no dudaba en dejar un buen reguero de sangre adolescente tras su paso en la ochentera saga Viernes 13 o, cómo no, el inmortal Norman Bates, el más famoso de los jóvenes inadaptados cuyo extraño complejo de Edipo le hiciera protagonizar una de las secuencias más imborrables de la historia del cine en Psicosis. Pero ninguno de ellos era comparable a Buffalo Bill. Con su aparición en las salas, Jonatan Demme nos mostraba algo bien distinto a todo lo visto hasta la fecha: el psicópata cuya principal empresa poco o nada tenía que ver con el placer que le pudiese provocar el dolor ajeno, un asesino que era capaz de comprender que ese acto de arrebatar violentamente una vida podía convertirse en un acto bello, creativo, en una comunión totalmente artística. Buffalo Bill no destruía. Construía. Sus asesinatos de jóvenes con sobrepeso se convertían en requisito imprescindible para elaborar una macabra vestimenta, un vestido que utilizaba la piel de sus víctimas como materia prima y que servía para cubrir esas enormes carencias fruto de una confusa identidad sexual. Demme era muy consciente de que Bill no era un asesino más, su destino era hacer historia. Es por esta razón que el tratamiento que se le dio resultó ser bien distinto al de cualquier otro asesino de película hasta la fecha. La premisa «sugerir antes que mostrar» era llevada a su máxima expresión en aquella ganadora de los cinco Oscars más importantes de la academia. Destacado era que Buffalo Bill jamás era visto en acción. Demme había optado por recrearse en el antes, en aquellos aterradores preparativos que eran sin duda los que en verdad nos asustaban.
Muy a colación vendría ahora recordar las palabras de una antigua profesora de narrativa audiovisual, palabras llegadas de aquellos ya lejanos tiempos de facultad. Ella siempre decía que la mente humana tendía a alcanzar cotas más alejadas que aquellas que sus propios ojos eran capaces de vislumbrar, que el hombre poseía la capacidad de imaginar actos aún mucho más atroces que los que su propia retina podía proyectar. Jonathan Demme esto lo sabía y éste fue un buen motivo que le impulsase a hacernos imaginar. El silencio de los corderos terminó convirtiéndose en el buque insignia de un modo de hacer cine, al menos de un modo de tratar el cine de género. El art-killer, o asesino artista, que con este título comenzaba a dar sus primeros pasos, asustaba de verdad. El motivo se debía a esa capacidad de ver en él rasgos indiscutiblemente humanos, ampliamente conocidos por todos nosotros. El asesino de El silencio de los corderos no era un ser deforme ni sobrenatural, como tampoco habitaba en un fantasmagórico hotel alejado de toda realidad. El nuevo asesino-artista resultaba ser mucho más cercano. Poco o nada lo separaba de nuestro vecino, de nuestro nuevo compañero de trabajo, de aquel amable carnicero al que todos y cada uno de los días saludábamos al ir al mercado. El magistral uso que El silencio de los corderos hizo de todo esto no sólo le sirvió a Demme para alzarse con los cinco Oscar más importantes de la academia sino que además conseguía crear un nuevo subgénero: el del art-killer, que en estos comienzos de la década de los 90 tan sólo estaba dando los primeros de sus pasos.
Tras el exito sin precedentes de la obra protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins, y cuando aún no se había cumplido el lustro desde su estreno, las salas de todo el planeta proyectaron dos nuevos títulos que supieron devolver de forma magistral la figura del art-killer a la memoria colectiva. Es más que evidente que el absoluto éxito de una de ellas eclipsaría por completo cualquier posibilidad de eternidad de la segunda, pero no por ello ambas dejaron de jugar magistralmente con aquellas nuevas pautas que apenas cuatro años atrás había marcado, y de qué manera, Jonathan Demme. Fue así como en el año 1995 el director Jon Amiel, avalado por dos estrellas femeninas del momento (Sigourney Weaver y Holly Hunter) presentaba al mundo Copycat. Un título que nos acercaba a un art-killer que, si podía pecar de algo, era sin duda de una cierta falta de creatividad (algo que por el contrario derrocharía el asesino protagonista del título por el que fue eclipsada). Y es que en esta ocasión, el art-killer se trataba más bien de un simple copista (parecía nacer el plagio en esta forma de entender el arte). Un psicópata cuya obra se erigía como fiel reproducción de los crímenes más famosos llevados a cabo tiempo atrás por célebres psicópatas reales. De este modo figuras como las del estrangulador de Boston o Jack el destripador encontraron en él al más fiel de todos los discípulos, a ese alumno aventajado capaz de recrear de un modo casi milimétrico las obras perpetradas por ellos décadas atrás. Para el asesino-artista de Copycat la puesta en escena de cada uno de sus crímenes debía ser cuidada con una precisión de cirujano, porque era ese escenario y no el propio asesinato lo que en verdad importaba, lo que daba sentido a toda su obra y la razón por la que habría de ser recordado.
Con muchas más dosis de originalidad y creatividad pero sin salirse un milímetro del estilo que ya había marcado Jonathan Demme encontrábamos en ese mismo año 95 al tercero de nuestros art-killers. Su nombre ya de por sí resultaba cuanto menos significativo (más aún para mí sin resultar difícil comprender el por qué): John Doe. Un nombre común, tanto que en los países de habla hispana vino a traducirse como Juan Nadie (al igual que ya se hiciese en la absolutamente soberbia película de Frank Capra). Un nombre vulgar, casi sin identidad, que subrayaba aún más esa terrorífica idea de que tras el mismo podía esconderse cualquier vecino, cualquier compañero, cualquier amigo… David Fincher nos presentaba a John Doe en Seven, la que sin duda fue la gran obra maestra del director de El club de la lucha y en la que Kevin Spacey encarnaba a un psicópata tan obsesionado en crear una obra perfecta que conseguía llevar el concepto de art-killer a lugares donde nunca más el mismo volvería a pisar. El art-killer entendido en su máxima expresión. Por encima incluso de lo logrado por Demme, Fincher conseguía hacer de todos sus asesinatos verdaderas instalaciones. La puesta en escena de cada uno de sus crímenes estaba cuidada al extremo, porque John Doe estaba loco, su cerebro estaba absolutamente desquiciado, pero por encima de todo ello seguía siendo un artista. Sus enfermizas convicciones religiosas le llevaban a homenajear a través de sus crímenes cada uno de los siete pecados capitales, un homenaje tan artístico que convertía los escenarios de los mismos en verdaderos cuadros, siete macabras pinturas en las que ni una sola pincelada había sido lanzada al azar.
Al igual que sucediese en El silencio de los corderos, David Fincher no quiso mostrar en ningún momento sus crímenes. Aquella vieja premisa de «sugerir antes que mostrar» era tomada tan en serio que, a modo de espejo simétrico con respecto a la obra de Jonathan Demme, optaba por mostrarnos en esta ocasión el después. Fincher se recreaba en la obra finalizada, en ese cuadro en el que ya se habían impregnado todas sus pinceladas obviando el aburrido proceso de creación del mismo. Fueron muchos los motivos que encumbraron la obra de Fincher como uno de los títulos imprescindibles del cine de género: sus claros guiños al cine negro, la soberbia planificación, la exquisita recreación de claustrofóbicos ambientes debidos en gran medida a sus excelentes encuadres y modélica iluminación, su inquietante montaje (nominado aquel año al Oscar), su intachable guión o aquel inesperado giro final por el que muchos aún la recuerdan conviertieron a Seven no sólo en una de las mejores películas de toda la década, sino también en una obra que, junto a El silencio de los corderos, consiguieron sentar de un modo prácticamente definitivo las bases del art-killer.
Otro año de obligada parada es el de 1999. En aquel penúltimo año de la década nos topamos con otros dos títulos que homenajearon aquella figura que había dado lugar al nacimiento de un nuevo subgénero. Resurrección, película protagonizada por Christopher Lambert, quizá bebió en exceso de Seven, algo que provocaría continuas comparaciones con la obra de Fincher. Sin embargo, y pese a tratarse de una obra menor (si existió alguna vez un pulso lo perdió claramente), la figura del art-killer que encontrábamos en la misma no dejaba de resultar llamativa, pese a lo lejos que se encontrase de aquel John Doe que inmortalizase para siempre Kevin Spacey. En Resurrección nos encontrábamos cara a cara con un extraño «escultor», un psico-killer también obsesionado con la religión cuyas ansias por asistir a la venida de Jesucristo le llevaba a reconstruir al mismo con los miembros mutilados de sus desafortunadas víctimas. No resultaba difícil comprender que el tratamiento que en esta ocasión Russell Mulcahy otorgaba a la cinta convertía a la misma en el enésimo capítulo de una obra que seguía a pies juntillas las normas no escritas que que casi una década antes había fijado Jonathan Demme. De nuevo volvíamos a ser espectadores de la obra de un art-killer, pero nuevamente se nos vetaba la posibilidad de asistir como testigos directos de la elaboración de la misma. En Resurrección no veríamos un solo asesinato, como tampoco pudimos hacerlo en El silencio de los corderos, Copycat o Seven. Sólo podíamos ser testigos de sus macabros resultados una vez el artista había soltado la paleta. Como por otra parte era de esperar, la película de Christopher Lambert no cosecharía grandes éxitos, pero aquel nuevo ladrillo que había conseguido añadir a ese edificio del art-killer contribuyó a que en aquella década de los 90 el mismo se hubiese levantado de un modo ya casi definitivo.
Resurrección no fue la única película de este subgénero que nos regalase aquel año 1999. Otro título aún más interesante había comenzado también a fraguarse en los últimos compases de la década de los 90. Y es que ese mismo año Denzel Washington y Angelina Jolie, a las órdenes de Phillip Noyce, encabezarían el reparto de El coleccionista de huesos, un nuevo e inquietante thriller policiaco que una vez más nos encaraba con ese asesino en serie de brillante inteligencia y fetichismo enfermizo. Nuevas instalaciones que bebían en este caso de la propia literatura componían en esta ocasión cada uno de sus escenarios. Como ya hiciese John Doe, las continuas pruebas a las que habría de someter a sus fustrados perseguidores, en comunión perfecta con la magistralidad de la puesta de escena de cada uno de sus crímenes,hicieron crecer la figura del art-killer; una nueva identidad que no sólo había nacido en esta inolvidable década de los 90, sino que gracias a títulos como éste sirvió también de fuente de inspiración para directores venideros.
Y es que en décadas posteriores muchas otras cintas quisieron continuar la labor iniciada por Demme. Sin embargo, en ningún año posterior este subgénero alcanzaría las cotas de popularidad que sin duda había alcanzado a lo largo de estos. Una década por siempre ligada a la más macabra figura que nos supo dar el cine policiaco: la figura del art-killer o asesino-artista. Una figura por nadie definida mejor que por el escritor Thomas De Quincey cuando dejaba claro que:
Un crimen ha de tener una estética. Los detalles sangrientos quedan para el populacho. El hombre refinado debe buscar el detalle elegante que convierta el asesinato en una verdadera obra de arte.
Denzel Washington también lo intentó un tiempo después con Fallen. No era art-killers per se, pero daba una vuelta al genero. Película que podría considerarse menor, pero que bien cogida estaba la canción de los Rolling Stones.
Excelente artículo.
Muy interesante el artículo, gracias.