La música mainstream nunca había sonado tan aburrida como en estos años donde todas las canciones parecen (lo están) cortadas con el mismo patrón, el del continuo seguimiento, las indicaciones de programas de estadísticas y el dichoso Auto-Tune, ese procesador de audio que te permite estirar tu propia voz hasta escalas imposibles. Esta manipulación absoluta, tan enemiga del talento, es la que ha permitido que, por ejemplo, un personaje con tan pocas capacidades como Enrique Iglesias, se convierta en uno de los cantantes de mayor éxito planetario. Y no se trata de estar en contra de la producción, todo lo contrario, Daft Punk abusan de manera excesiva de las voces inhumanas, los filtros y la acumulación de efectos para crear potentes éxitos, acordes con su revolucionaria propuesta robótica.
Con este terrible panorama, el del pop esterilizado y extremadamente manufacturado, una voz y una presencia como la de Amy Winehouse llegó hace unos años a devolverle a la música el alma perdida entre los inmensos estudios de producción. Sin apenas retoques, su voz, que parecía surgida de décadas pasadas, macerada por el humo y el alcohol de cualquier club de jazz de mala muerte de Nueva Orleans, enamoró a los que la descubrieron con su debut, el precioso Frank (2003), para luego saltar al estrellato masivo con el arrollador Back to Black (2006).
Solo han sido dos discos y algunas canciones dispersas que van apareciendo controladamente, suficientes para haber convertido a Amy Winehouse en una de las primeras leyendas contemporáneas. Lo asegura en este documental hasta el mismísimo Tony Bennett: “Sin duda, está a la altura de Ella Fitzgerald y Billie Holliday.” Y con razón. Tanta autenticidad, tanto derroche de talento y su presencia magnética escasean en los escenarios, invadidos de play-backs y falsos directos que pretenden pasar por recitales de auténtica música en vivo, enmascarando el sonido pregrabado. Revisar sus conciertos ahora es no apartar la mirada de su frágil cuerpo cubierto de tatuajes, de su inmenso recogido y su mirada penetrante, acentuada por una línea de ojos imposible. Hasta en esos directos, cuando el alcohol la hacía tambalearse en el escenario (Glastonbury 2008, sería un buen ejemplo), se siente la presencia de una artista sin igual, única e irrepetible.
Tampoco puede evitar escapar de su figura el director Asif Kapadia, que ha logrado recopilar una ingente cantidad de imágenes privadas de la cantante para construir un retrato cercano, veraz y emocionante, sobre la intensa pero fugaz vida de esta colosal estrella de la canción. Construido prácticamente en su totalidad con material ajeno, Kapadia recompone con un excelente trabajo de documentación y a modo de mosaico el ascenso, el cenit y la inevitable caída en desgracia del mito. El director dosifica la información para formular preguntas que no logran esclarecer qué ocurrió realmente para que Amy Winehouse falleciera a sus veintisiete años, para que aquel destino al que parecía condenada llegara a cumplirse inexorablemente. ¿La influencia negativa de su pareja? ¿El opresivo entorno laboral que no la dejaba alejarse de esos hábitos poco saludables? ¿Su tendencia innata a las adicciones? ¿Una terrible fatalidad? O todo a la vez.
No se trata tampoco de organizar la película como si se tratara de una historia centrada en las causas de una muerte que resolver. La ambición del director es otra y, así, podemos comprobar cómo la vida de Amy también es excusa para preguntarnos hasta qué grado estamos llegando a capturar nuestra vida de manera compulsiva, renunciando por completo a nuestra privacidad. Hay un momento en el documental en el que todos los pasos de Amy Winehouse quedan registrados, ya sea por los insistentes flashes de las cámaras de los periodistas, por grabaciones domésticas o fotos de los rincones más insospechados, instantáneas comprometedoras, imágenes que pueden llegar a provocar cierto pudor en el espectador. Con una búsqueda express de videos casuales en Youtube, podemos hacernos una idea de los límites que ya estamos sobrepasando y así, en los resultados, se acumulan videos de Amy pidiendo un kebab, Amy en un atasco, hablando por teléfono, etc… Puede que Amy esté inaugurando, de manera involuntaria o intencionada, una nueva era del documental que se aproxima peligrosamente al Gran Hermano. Y eso no deja de ser, cuanto menos, un poco siniestro.
Lo peor de Amy: Ciertos momentos amarillistas.
Lo mejor de Amy: La excelente vinculación de sus canciones con su vida.