Por NACHO CABANA
Lapsis
Lapsis de Noah Hutton, es una película de ciencia ficción low-fi que parte una ocurrencia bastante divertida que su autor ubica en un futuro cercano. ¿Y si los cables de fibra óptica que atraviesan océanos y continentes fuera “tirados” por personas arrastrando un carrito?. Para llevar a buen término el concepto, Hutton (también guionista) reduce el ámbito en el que esto es posible a un bosque que llena de unos extraños cubos cuánticos a los que los operadores han de conectar un extremo y otro de los cables que portan.
Dentro de este ecosistema, mezcla una tecnología vintage (los pequeños robots andadores) con otra actual (los drones) dando lugar a un segundo acto cercano a algunos episodios de Black Mirror que funciona mejor cuanto más se desarrolla el paralelismo entre los trabajadores de la empresa cuántica con los que desarrollan (en la realidad) su trabajo dentro de empresas de reparto de comida o paquetes.
Tampoco está nada mal la argucia de guion que permite al protagonista entrar “ilegalemente” a la empresa ni los problemas y consecuencias que eso le acarrea.
Aunque visualmente no es demasiado brillante, el problema de la película radica en un tercer acto donde todo se viene abajo. Las explicaciones que se dan al misterio se antojan cada vez más tópicas e improvisadas dejando en el espectador la sensación o de que el Hutton escritor no tenía muy claro cómo resolver lo que iba plantando o que la historia ha sido rehecha precipitadamente en algún momento de la producción.
Tiene Lapsis, eso sí, un excelente casting empezado por su protagonista Dean Imperial, que bien podría interpretar a Tony Soprano en un hipotético reboot, remake o secuela de la mítica serie.
La Nuit des Rois
La noche de los reyes, de Philippe Lacôte, coproducción entre Francia, Canadá y Costa de Marfil que ha pasado el corte de la Academia de Hollywood para poder ser votada en la categoría de película internacional en la próxima edición de los Oscar, tiene en su núcleo una contradicción que se da al traste con ella.
Por un lado, Lacôte se esfuerza, consiguiéndolo, en darle toda la verosimilitud posible nada menos que un presidio situado en medio de la selva de Costa de Marfil, uno de esos penales donde los internos hacen y deshacen a su antojo sin que los funcionarios encargados de vigilarlos y cuidarlos tengan la más mínima intención de implicarse en nada que no sea evitar su fuga. Cada rincón de la MACA en que se desarrolla la película casi íntegramente, respira suciedad, mugre, sudor acumulado. Lo mismo se puede decir de los actores y figurantes que la pueblan. Excelente labor, por tanto, de dirección artística y casting.
El problema está estriba en que Lacôte introduce en este ambiente una relectura de Las mil y unas noches que presupone una sensibilidad de los internos a la tradición oral a todas luces poco creíble, por mucho que se intente justificar recurriendo a la tradición de los griots. No es tampoco coherente con el personal encarcelado la estilizada excusa que enmarca la narración de las historias (esa noche de luna roja).
Lacôte subraya esta disonancia entre forma y fondo al hacer que, mientras el personaje central, cuenta e inventa a la vez la historia de un delincuente recién muerto e Abidjan, haya unos presos que hacen una suerte de perfomances ilustrativas. O que por el reclusorio se pasee el siempre insufrible Denis Lavant con una gallina en el hombro.
No contento con ello, Lacôte añade al relato del relato diferentes capas, cayendo a menudo en la confusión cuando no en el mas completo ridículo al evocar unos orígenes míticos del bandido cuya plasmación visual se diría cercana a un Wakanda hipster.
Funny faces.
Hay directores que, al margen de su obra, suelen dejar un reguero de cadáveres entre los que aspiran a imitarlos. Pedro Almodóvar, David Lynch o Nicolas Winding Refn son algunos de ellos. Precisamente en este último es en quien se fija Tim Sutton para construir su quinto largometraje, Funny faces.
Cuenta a su favor con un buen trabajo de Lucas Gath como director de fotografía así como una localización de exteriores en (y alrededor de) Coney Island.
Y poco más, porque el juego de máscaras y niqab que pretende establecer el director se le agota demasiado pronto mientras que el escaso contenido dramático de su propuesta se evidencia al recurrir a la manida trama inmobiliaria y a unos “malos” que él cree retratar estilizados pero son dibujados con las más gorda de las brochas. Lamentable, por gratuita, la secuencia erótica.