Por NACHO CABANA
“Le entraron a la casa”, “lo asaltaron en el pesero”, “secuestraron a su vecino”. En todas estas frases y otras similares (lamentablemente habituales en México desde hace demasiado tiempo) siempre falta el sujeto. ¿Quiénes son los que roban en las casas, atracan en los autobuses o secuestran a la puerta de las discotecas?
A esta pregunta quiere responder Gael García Bernal en Chicuarotes, su segundo trabajo como director tras Déficit (2008). Y lo hace siguiendo el día a día en San Gregorio (una localidad al sur del sur de la Ciudad de México) del Cagalera y el Moloteco, dos chavales que no llegan a los 20 años y que, sobre todo el primero, ha incorporado el delito a su vida cotidiana. Para ellos, no hay barrera alguna entre pasar la gorra disfrazado de payaso a bordo de un autobús y sacar una pistola para robar a los pasajeros que, pacientemente, acaban de soportar su lamentable actuación; entre sobornar a un funcionario para entrar a trabajar en una oficina del gobierno y secuestrar al hijo del carnicero local; entre prometerle un futuro lejos de la miseria a su novia y sujetarla para que sea violada por quien amenaza su vida.
Un terrible panorama social que tiene su contraparte en las víctimas de esos delitos ya cotidianos: los ciudadanos que ya no confian en la policía ni en la justicia y se convierten en linchadores de sus propios vecinos.
García Bernal retrata con un admirable y creíble realismo ambientes periféricos ausentes en buena parte de la producción cinematográfica mexicana actual (esa para la que solo parecen existir las colonias fresas) sin caer en la pornomiseria ni en el paternalismo. Es excelente la localización de exteriores así como el trabajo de casting con el experimentado Benny Emmanuel a la cabeza, muy eficamente seguido por el novel Gabriel Carvajal y un atinado Ricardo Abarca como El Planchado que protagoniza la secuencia más divertida de la película. Algo más justa de fuerzas, Leidi Gutiérrez sobre todo en el exigente climax del film.
El protagonista de Amores perros coloca junto a estos naturalistas actores a profesionales tan conocidos como Dolores Heredia, Enoc Leaño o Daniel Giménez-Cacho, sin duda para trabajar con red en los personajes que más matices interpretativos requieren. La primera resuelve su papel de madre del protagonista con acierto al mantenerse en un tono contenido que subraya lo mostruoso y a la vez justificado de sus acciones. El segundo parece estar interpretándose a sí mismo y el tercero, empero, está definitivamente en la película de género que Chicuarotes no es.
Giménez-Cacho brega con el personaje encargado de detonar el desenlace de la trama desde una exageración y una técnica interpretativa que evidencia el artificio de todo lo honestamente expuesto hasta entonces. Ello, sumado a una secuencia climática en la que faltan planos y tensión, lastran en su final un film imprescindible de ver para todos aquellos ciudadanos occidentales víctimas del miedo y el catastrofismo que los medios y los políticos les inoculan como un virus.
Chicuarotes dialoga muy bien con un documental estadounidense (para eso sirve haber abierto la programación de Americana 2020 a los tres países que componen Norteamérica) titulado 17 blocks y dirigido por Davy Rothbart.
El director entró en contacto en 1999 con una familia monoparental afroamericana que habitaba a solo 17 manzanas del Capitolo de los EE.UU, alguno de cuyos miembros ya coqueteaba con la venta y consumo de drogas. Empezó a grabarlos él mismo pero pronto vio que el camino iba a ser largo y enseñó a los propios miembros de la familia Sanford a usar las cámaras que fue regalando a lo largo de los 20 años que duró el rodaje de 17 blocks.
El resultado es algo así como la versión afroamericana y documental de Boyhood (2014) de Richard Linklater, un film que coloca al espectador en una situación de voyeur privilegiado del día a día de esos estadounidenses a los que el sueño capitalista americano condena a sobrevivir con 800 dólares al mes y hacinados en hogares donde la ropa hacinada sobre los sofás desvencijados conviven con platos sucios, excrementos de perros, maquillaje barato, cocaína y cristal. Unos ciudadanos convencidos de que ellos son culpables de no haber sabido triunfar y al que solo les queda reproducirse y matarse entre ellos para sentirse vivos.
Hay una atmósfera de fatalidad que flota durante toda la primera mitad de 17 blocks y que es sustituida por la nostalgia anunciada en su prólogo a partir del hecho traumático que rompe la narración y a los Sanfords en dos.
Un excelente trabajo de montaje (mil horas de brutos), quizás con un desenlace demasiado “feel good” respecto a lo expuesto antes y que deviene involuntariamente en una crónica de la evolución de los sistemas domésticos de grabación en las últimas dos decadas.
También hemos visto una segunda película mexicana de ficción, Mano de obra de David Zonana Una suerte de versión chilanga de Parásitos (2019) de Bong Joon-ho que comienza retratando (un tanto con los modos y maneras de La camarista -2018- de Lila Avilés; película que, por cierto, se estrena hoy en salas) la vida de los obreros que trabajan en la remodelación de una enorme casa de lujo que, una vez finalizadas las obras, será habitada por un solo hombre rico mientras ellos tienen que regresar a dormir a departamentos donde la lámina del techo apenas puede contener las abundantes lluvias.
Un film que a su mitad evoluciona hacia una, a ratos divertida, descripción de cómo se conforma y organiza una microcomunidad cautiva de sus ansias de mejora pero que no acierta al ponderar los acontecimientos que detonan su tercer acto finalizando el largometraje sin la fuerza con que se inicia.
Con todo, un largo interesante, con una ajustada planificación e interpretaciones (estupendo Luis Alberti) que muestra algunos vicios cotidianos de la sociedad mexicana así como una visión de la ocupación en el siglo XXI.