Por NACHO CABANA
Lucky: Una versión geriátrica de Patterson (2017) de Jim Jarmusch con idéntica sensibilidad a la hora de cantarle a la rutina. La sombra de Harry Dean Stanton deambulando por pueblo en mitad de un desierto muy similar a aquel del que Travis surgió en París, Texas (1984) de Wim Wenders.
La ópera prima de John Carrol Lynch (veterano actor secundario) es, hasta el momento, la mejor película que hemos visto en este Americana 2018 y probablemente (la estrenará comercialmente Avalon) una de las mejores de este año que apenas empieza. Tiene Lucky su valor no solo en ser una coda final -totalmente autoconsciente- a la carrera de Harry Dean Stanton sino también, y sobre todo, en presentar la vejez y la muerte como algo que interrumpe (a veces, no todo el tiempo y no siempre para mal) los días y sobre todos las noches de una persona que entiende y asimila que está en sus últimos días y los decide vivir sin dramatismo, lo mejor que puede, como quiere.
Tiene Lucky varias secuencias excelentes y una memorable: el cumpleaños del niño mexicano al que es invitado el protagonista. Solo por ella merecería ver una largometraje al que quizás solo se le pueda achacar algunas conversaciones (las que verbalizan su concepto medular) metidas, digamos, “a capón” y la falta de música ambiental en el bar al que Harry Dean Stanton va a conversar con sus amigos, entre los que se encuentra un David Lynch que enlaza el título que nos ocupa con aquella Una historia verdadera (1999) de la que ésta no es sino una ¿involuntaria? secuela.
Lejos de la América profunda en la que se desarrolla Lucky pero igualmente desolador en sus ofertas de ocio y maneras de vida, se encuentra el barrio de New Jersey en que viven los personajes de Patty Cakes de Geremy Jasper, una película que contrapone un retrato de la “white trash” con el mundo de las bandas amateurs de rap. Cuenta para ello con varias herramientas importantes: la protagonista, Danielle Macdonald (quien, aunque parece interpretarse a sí misma, es actriz profesional y australiana) y una colección de localizaciones que harían las delicias de cualquier fotógrafo interesado por los espacios de urbana desolación.
Jasper consigue buena parte de los objetivos que persigue: emociona en la relación de la protagonista con su madre (estupenda Bridget Everett) y divierte en las secuencias de conversación y grabaciones. Sin embargo, y me temo que no es ajeno a ello la presencia de Chris Columbus en la producción, todo acaba teniendo un tono demasiado amable que le lleva a perder credibilidad en las secuencias en las que aparece el rapero consagrado e ídolo de Patty Cakes. O.Z.
Una apuesta por un tono más documental en las secuencias dramáticas hubieran ubicado las escenas oníricas y de superación personal más como sueños aspiracionales de la rapera aficionada, su abuela y amigos que como un camino con posibilidades de éxito al sueño americano.
No se le puede negar a Janicza Bravo directora de Lemon poseer una vocación de estilo, saber el tipo de película que quiere hacer y, sobre todo, provocar en el espectador la reacción que busca (y/o la contraria). Aunque no creemos que el término “poshumor” haya llegado hasta territorio angelino, lo cierto es que Lemon se inscribe absolutamente en los modos y maneras de hacer comedias secas, que buscan antes el estupor que la carcajada, y fueron inauguradas hace años por títulos como Napoleón Dynamite (2004) de Jared Hess.
Lemon lleva a límites bastante extremos su concepto creativo aunque para ello no dude en recurrir a algo tan facilón como la escatología. Cortando las secuencias antes del «punch line» (lo que convierte en éste a cualquier frase intrascendente) y haciendo lo más deplorable posible a su protagonista (un actor y profesor de teatro que se gana la vida como modelo de campañas de concienciación de enfermedades contagiosas) Bravo logra establecer una frontera minada entre los espectadores que entran en su juego y los que no.
Personalmente, entré y salí; entré y salí…