Alegoría de la lotería

Alegoría de la lotería

Cierto día de otoño, tras tediosos y alambicados prolegómenos, que incluían sucesivos cambios en la composición del jurado y longitud del texto solicitado, la empresa de semi-conductores y circuitos impresos Nanotex, ubicada en el valle del Oaxaca en compañía de multitud de otras firmas de alta tecnología, anunció su concurso de relatos breves de intriga.

El “charme” del mundo tecnológico, además del suculento premio con que estaba dotado, atrajo a una caterva de escritores del género, ávidos de sumar a sus particulares galerías de trofeos y honores, dicho galardón.

Muchos reescribieron, otros utilizaron antiguo material, a veces de desecho, varios buscaron inspiración en diversas ramas del saber, del arte y de la ciencia. Pero todos escribieron con la bendita convicción íntima de que sus muchos méritos les respaldaban en el empeño.

Recuerdo a un consagrado autor de thriller, M. que elaboró uno de sus relatos, siempre alambicados, a ratos algo pretenciosos, pero siempre de buen efecto. También otro de fuste, G. que trazó evanescentes arabescos sobre un “mcguffin” e irguió su construcción a cierta altura, notable.

Entre los envarados pretendientes había generalmente mucho relumbrón, menos literatura y siempre buenos efectos que una y otra vez habían cautivado al público generoso con los condottieri de pluma y pistola. Esta es una rama de la literatura proclive a las mixturas retorcidas de forma y contenido, siempre espolvoreadas estratégicamente de un polvillo de frescura.

Por supuesto asimismo concursaron los outsiders de rigor, unos con la fama a cuestas y otros sin reconocimiento alguno, pero todos daban por sentado que las palmas, y el premio en metálico, serían para algún prócer de entre los habitantes ya bien asentados del Parnaso.

Entre los finalistas, por usar una palabra al uso aunque sólo habría un o una ganadores y no se publicitaba el proceder interno del siempre objetivo y nunca bien ponderado jurado, una vez efectuados los trámites de inscripción y envío de rigor, sobrevolaba cual aureola un cosquilleo de las meninges que generaba aleteos fantasiosos.

Alegoría de la lotería

Seré yo”, se ensoberbecía M. un día sí y otro también, a medida que se aproximaba la fecha del fallo, “Naturalmente yo”, ronroneaba internamente y de continuo G. Y así todas y cada una de las vedettes del género o subgénero.

Cada uno repasaba sus méritos artísticos, literarios y metaliterarios, su refinada escritura, su imaginación firmemente asentada en los cánones del género y al tiempo poseedora de un vuelo audaz, original, además de su expresividad, su lógica interna intachable y otras lindezas del mismo estilo.

La noche anterior al día del fallo, todos se acostaron entre algodones, bien seguros de llevarse el cheque al bolsillo y la gloria al portador.

Cuando el jurado emitió el fallo señalando a un desconocido autor novel, cincuentón y funcionario de baja categoría, cundió primero la desolación y luego la perplejidad y un análisis rabioso, eléctrico. “¿Por qué Vicente, si es de pluma alicorta, vuelo escaso y hasta algo plúmbeo, con ínfulas además de enjundia literaria mal entendidas?”.

Algunos susurraron en los cuasi académicos oídos que el jurado había visto la frescura de la ignorancia tan supina y evidente que movía a conmiseración lectora, lo que tal vez atrajese a nuevos sectores del público hasta ahora desatendidos.

El comité de asuntos literarios, creado ad hoc en Nanotex, entretanto, se persignaba y hacía cruces en privado mientras contemplaba de reojo, por pantalla interpuesta, el revuelo mediático causado. “Felicitémonos, pues hemos logrado remover el mundillo literario, sus aledaños y hasta barrios bien alejados”. “Hemos tomado la decisión correcta” (nuevas persignaciones acompañadas de riego de agua bendita).

Erase una vez un premio, sus potenciales beneficiarios y el único merecedor de la suerte.

Autor

Soy José Zurriaga. Nací y pasé mi infancia en Bilbao, el bachillerato y la Universidad en Barcelona y he pasado la mayor parte de mi vida laboral en Madrid. Esta triangulación de las Españas seguramente me define. Durante mucho tiempo me consideré ciudadano barcelonés, ahora cada vez me voy haciendo más madrileño aunque con resabios coquetos de aroma catalán. Siempre he trabajado a sueldo del Estado y por ello me considero incurso en las contradicciones que transitan entre lo público y lo privado. Esta sensación no deja de acompañarme en mi vida estrictamente privada, personal, siendo adepto a una curiosa forma de transparencia mental, en mis ensoñaciones más vívidas. Me han publicado poco y mal, lo que no deja de ofrecerme algún consuelo al pensar que he sufrido algo menos de lo que quizá me correspondiese, en una vida ideal, de las sempiternas soberbia y orgullo. Resido muy gustosamente en este continente-isla virtual que es Tarántula, que me acoge y me transporta de aquí para allá, en Internet.

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