Albert Cossery abrió los ojos en El Cairo en 1913 y los cerró en París en 2008. De su obra Henry Miller dijo:
Ninguno describe de manera tan desgarradora ni tan implacable la existencia de las masas humanas hundidas. Cossery alcanza abismos de desesperación, de envilecimiento y de resignación que ni Gorki ni Dostoievski supieron captar»
La afirmación de Miller tal vez sea excesiva, pero sí es cierto que este hombre nacido en Egipto tenía mirada rusa: una sensibilidad especial para captar lo cruel, desde sus formas más obvias, hasta las más sutiles; la dura creencia que en el universo nada tiene la capacidad de putrefacción del alma; y una fe absoluta en la inexorabilidad de los acontecimientos.
Para Cossery, el mundo es un escenario de violencia y falsificación. La lucha es el leitmotiv de toda existencia y la forma en la que todas ellas interactúan entre sí. Por su parte, la mentira es el lubricante necesario y la máscara, el decorado que todos nos afanamos por levantar para esconder lo que sabemos, para volver presentables y respetables tanto las acciones que obligamos a los otros a padecer como las que dirigimos contra nosotros mismos.
El retrato que hace de los real Cossery no implica su desprecio. En su literatura no hay maldiciones, pero tampoco llanto, ni tan siquiera, nos atreveríamos a decir, resignación: el sonido de dientes apretados debe dejar paso a la risa.
Lo que este escritor propone como sistema inmunológico, como forma de defensa tanto de lo externo como de lo interno, no es otra cosa que la burla. La risa como iluminación, como el premio de aquellos que, a través de la lucidez, han comprendido y aceptado las reglas de un juego cuyo apellido no es otro que tragedia. Aquí, según Cossery, está la huella egipcia y la clave de lograr la alegría en cualquier parte.
Desde los diez años ya sabía que sería escritor, y él mismo confiesa que todo lo que vino después de la publicación de su primera novela, un reconocimiento mundial, no le pillo de improvisto porque también los sabía.
Nos debe dar igual si estas dos afirmaciones son o no ciertas, porque donde debemos poner nuestro ojo vital, o por lo menos creo que al hacerlo obtendremos algo más jugoso, es en la importancia de elegirnos y tener, pasa lo que pase, fe en esa elección.
Convencido de que el mundo era como él lo había retratado, resolvió que sólo había una forma de liberarse de él: no participar. Así, la pereza fue su religión, porque el no hacer es dejar de ser cómplice, de colaborar en un desastre cada vez más antiguo y numeroso.
Pereza como ascesis, cuya liberación y virtud, si es posible llamarla así, no es otra que la burla, ese ser capaces de reírnos ante la locura que el devenir del mundo despliega ante nosotros. Un estado de gracia, de lucidez, en el que Cossery encuentra el grado más alto de rebeldía que uno puede ejercer contra el mundo.
Pero la pereza aún guarda otro regalo, ya que ella conduce inevitablemente a lo esencial, a un modo de vida marcado por la sencillez, pero además, y Cossery lo admite sin fisuras, por el inmovilismo. De este modo, no sólo la vida activa, el trabajo, se pone en quiebra, sino que también esa mentira justificadora de violencia conocida con el nombre de Progreso.
Lo que resulta más atractivo de Cossery, o por lo menos lo que a mí más me atrae, es que la sabiduría vital que su literatura ofrece, no sólo fue encarnada por sus personajes, sino que ante todo, fue la fórmula que él utilizó para habitar el mundo, para digerir, de alguna manera, la cruda y correosa carne de lo real. Para él, escribir nunca fue un trabajo, era una forma de ser, y la prueba de ello es que entre novela y novela no pasaban menos de nueve años de elaboración
Sólo queda una pregunta abierta, puesto que Cossery escribía en francés: ¿si lo hubiera hecho en árabe habría logrado el mismo reconocimiento?
Pero detengamos esta presentación, porque lo mejor es que el lector le encuentre en sus obras.
Esta muy interesante gracias……