Tener pequeña estatura siempre es un hándicap. Tenerla en el cine, más. A no ser que seas Mickey Rooney, que siempre tuvo cara de crío, no creció y fue un conquistador de mujeres en su vida privada.
Coexistían en el cine actual dos tipos bajitos y no excesivamente agraciados. Además, los dos eran calvos y algo cabezones. Además, los dos eran buenos actores y hasta buenos directores. Ahora sólo queda Danny de Vito porque Bob Hoskins (1942-2014) se nos acaba de ir. Y no era tan bajo, 168 centímetros, aunque por su constitución lo parecía. Hacía años que el actor británico se había apartado del cine—su última interpretación data de 2012 en Blancanieves y la leyenda del cazador—, y no por voluntad propia: el parkinson que padecía era la causa.
Era Bob Hoskins bastante mal encarado, tenía siempre la cara oscurecida, por culpa de una barba muy cerrada, y el ceño fruncido. Le iban los personajes broncos, de cascarrabias, aunque a lo largo de su vida cinematográfica hubo de lidiar con algunos papeles de payaso, como el del fontanero Mario de Super Mario Bros (1993), o el detective Eddie Valiant que aguantaba a un dibu histérico y a una femme fatale todo curvas en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? de Robert Zemeckis. Los actores somos como payasos, estamos para divertir. Incluso los más serios, dijo en una ocasión.
Hoskins fue Sancho Panza en una versión de Don Quijote (2000), y en su haber hay una larga serie de personajes históricos que ha interpretado, tanto en la pequeña como en la gran pantalla, como el dictador Noriega en Noriega (2000), J. Edgar Hoover en el Nixon de Oliver Stone, Nikita Kruschov en Enemigo a las puertas de Jean Jacques Annaud, Winston Churchill en World War II: When Lions Roared, Angello Roncalli en Juan XXIII, el papa bueno y Benito Mussolini en un biopic para televisión.
El actor británico no lo tuvo fácil en el cine, por su físico, ni en la vida, por sus orígenes humildes. Su padre era camionero y su madre cocinera. A los quince años dejó los estudios y se buscó la vida. Ejerció de limpiador de ventanas y de transportista. Llegó al cine por casualidad y en él se quedó.
Pero por si algo destacó Bob Hoskins fue por ser un actor de carácter, de los que hacían notar su presencia en las películas en las que intervenía, quizá por ese físico adusto y su aspecto gruñón, y aunque trabajó para dos de los grandes, para Francis Ford Coppola en Cotton Club y para Steven Spielberg en Hook, para la posteridad quedarán dos interpretaciones de lujo de ese pequeño gran actor que nos acaba de dejar: el asesino Hildicht en El viaje de Felicia de Atom Egoyam, y George, el chofer de la elegante prostituta Simone en Mona Lisa del irlandés Neil Jordan, que le valió el BAFTA y el Globo de Oro y con la que quedó a las puertas del Oscar.