A la mitad del camino se interrumpen las huellas más pequeñas y los matorrales que crecen en el lado derecho se aplanan como si los rozase un aliento de plomo.
―Espera. No puedo continuar, el frío se me cuela por todas partes ― dice una voz juvenil.
Su padre sonríe, saca un frasco de la mochila y se lo ofrece.
En cuestión de segundos se forma una membrana turbia a pocos centímetros del suelo. Sobre ella se van superponiendo en capas el dibujo de unas venas, la masa palpitante de los órganos, los fluidos, los músculos y, al fin, la piel y la ropa de un muchacho que sujeta entre sus dedos un frasco de cristal ahora vacío.