Vida de una mujer amorosa, de Ihara Saikaku

Vida de una mujer amorosa, de Ihara Saikaku

mujer amorosaTodavía a día de hoy, el viajero bien informado puede despistar a las hordas de turistas en Kyoto, que se amontonan en los márgenes del río Kamogawa, y deslizarse hasta Miyagawacho, al sur de la calle Shijo, para caminar en soledad por la oscuridad punteada  por la luz de los farolillos de las casas de té. Si es afortunado, podrá incluso ver cómo se descorre el misterio de las puertas de madera  y papel de arroz, y asistir a la fantasmagórica aparición de una maiko, casi flotando en el vapor de su kimono,  antes de desvanecerse en un truco de magia de pasos rápidos y minúsculos.

Entonces  uno querría aprehender esa imagen,  desvelar el sueño en que parecen sumergidos los canales de Gion para que iluminen el interior de los salones. Penetrar en los espacios que sabe indescifrables por la incapacidad de ver con sus ojos extranjeros.

Todavía no sabe que los ojos japoneses están entrenados en el arte de velar. La luz sólo les interesa como posibilidad de sombra. Como juego erótico del reverso.

El viajero fascinado y perplejo vuelve a Madrid, a la sabida confusión de los usos y costumbres fatigados hasta perder su relieve, y añora exactamente el  misterio que apenas ha entrevisto. Le da por frecuentar librerías, ojear algunos libros con estampas japonesas  y se encuentra en uno de ellos, al principio del relato, con una grieta que le interpela: “Los antiguos decían: una mujer hermosa destroza la vida como un hacha”.

Y como no puede ser de otro modo, acusa el golpe,  vuelve a la portada y, ahora sí, deja reposar su fascinación en el título: “Vida de una mujer amorosa” de Ihara Saikaku, una de las novelas clásicas del Japón del sXVII.

En ella, una prostituta, una mujer del “mundo flotante” ya anciana y retirada, hace recuento de sus experiencias en la estratificada e inflexible sociedad japonesa del periodo Edo.  Su voz es cáustica y serena al mismo tiempo. Dulce e incisiva. Con la distancia que le proporciona la vejez, se dedica a regresar a las alcobas de su juventud con toda la ironía del desapego. Y el lector, ese viajero fascinado que añoraba lo que no había visto, puede acceder al otro lado de las puertas jalonadas por los faroles, sin hacer ruido, contemplar el ritual acompañado por una voz sabia que a la vez lo desacraliza.  Y aprende. Y comprueba divertido que la ligereza no degrada la maravilla. Tan sólo la hace habitable y humana. Artificio y juego.

Era el retrato de una joven de entre quince y dieciocho años de edad. Su cara era un poco redonda para el gusto moderno, y de un color tan delicado como el de las flores de cerezo cuando se abren, y en ella se encontraban sin mácula los cuatro elementos de la belleza. Los ojos finos y encantadores; y, sobre ellos, las cejas espesas y separadas. El puente de la nariz alto y bien terminado. La boca pequeña, los dientes iguales, blancos y brillantes. Sus orejas, proporcionadas, finas y tan transparentes que se notaban sus raíces. La línea de su cabello sobre la frente, sin tacha. Su cuello, largo y delgado. La melena que caía de su nuca se deslizaba elegante y perfecta por su espalda. Los dedos de las manos, finos, largos y de uñas translúcidas. Sus pies, exactamente de ocho mon y tres bun. Los dedos gordos de los pies, curvados hacia atrás, los empeines ligeramente levantados; su cuerpo, más alto que el de la mayoría de las personas; sus caderas, de suave curva; la carne de su trasero, abundante y firme. La ropa que usaba mostraba, sutilmente, sus encantos.”

 

Las mismas mujeres, el mismo misterio  (o la falta de él) debajo del maquillaje, del perfume de los crisantemos, del obi y los tocados de nácar. La comedia humana con todos sus acentos y decorados, desplegándose en tatamis o en corralas, en los estados feudales del Japón de los samuráis o en el barrio madrileño de Lavapiés.

Pasen y vean:

Y a partir de ese momento me puse a hacer el amor con él constantemente, sin hacer diferencia entre la noche y el día. Cuando él empezó a flaquear le alimenté con caldo de pez payaso, huevos y camote de la montaña. Como había previsto, el hombre fue gradualmente subyugado, y cuando llegó el mes de la flor del sol del siguiente año, aunque todo el mundo se ocupaba en mudar atuendos, él conservó sus ropas de hilo forradas. Uno a uno los médicos le daban por perdido. Su barba crecía larga y descuidada, como sus uñas; se colocaba la mano en la oreja para escuchar. Y cuando la conversación era acerca de mujeres interesantes, movía la cabeza con rencor.”

Es delicioso atravesar las puertas y los siglos para encontrarse como en casa.

Vida de una mujer amorosa, Ihara Saikaku, Sexto Piso, traducción de Daniel Santillán, 2014.

Autor

Javier Cristóbal es madrileño, psicólogo disidente y profesor de Integración Social. Ha publicado los libros "Genealogía de lo Imposible" (Vitruvio), "Feroces de Pensamiento" (Vitruvio), "La hospitalidad de la intemperie" (Amargord) y "Heterotopías" (Amargord).

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