Fotografía de portada de Julia Henríquez.
Por esas casualidades de la vida, el año pasado tuve la inmensa suerte de conocer al poeta hondureño Dennis Ávila, en la presentación de un libro a apenas doscientos metros de mi casa, en el barrio madrileño de Lavapiés. Andaba el bueno de Dennis acompañando a su esposa y también poeta Paola Valverde en la promoción del que era su primer libro en España, y por esas maravillosas casualidades de la vida, como digo, acabamos tomando cañas y descubriendo afinidades profundas en una tasca castiza de los alrededores.
Poco después, más casualidades mediante, tuvimos la oportunidad de seguir hermanándonos, esta vez en tierras costarricenses, delante de unas cervezas universales y bajo el amparo de la misma literatura que habíamos dejado al otro lado del Atlántico.
Lo que de ningún modo fue una casualidad, sino un hallazgo gozoso y premeditado, fue que me encontrara sobrevolando el océano, de vuelta a casa, con un manuscrito de Dennis que llevaba el sugerente título de “Ropa Americana” y que ya desde la primera lectura parecía querer trasladarme a una verdad tan honda como los momentos que habíamos podido compartir en Centroamérica. Allí, sin ninguna duda, había una revelación, una empresa poética de primera magnitud que quería acercarse a la hemorragia centroamericana desde la voz luminosa de los heridos. Sin consignas, sin generalizaciones, sin lugares comunes. Sólo el dolor transparente en la inmensa dignidad de una tierra que se busca a sí misma.
El concepto de ropa americana, desconocido en Europa, hace referencia a los lotes de ropa usada, pero todavía no pasada de moda, que se distribuyen desde los Estados Unidos hacia sus vecinos del sur. En Bolivia, Nicaragua, Honduras o Costa Rica hay numerosos mercadillos donde las personas con menos recursos pueden rebuscar entre montones de esas prendas a la caza de un look moderno y asequible.
POSTAL DE ARENA
Quisiera tener mis propias llaves.
Una camisa limpia.
Besar la frente de mis hijos.
El gringo regurgita sus excedentes hacia tierras menos favorecidas. Manufactura sus prendas, con salarios de hambre, en los mismos países a los que regresarán esas prendas después de algunos usos. Recibe los frutos del trabajo de los miserables, pero refuerza su blindaje para no recibir, en ningún caso, las vidas y los cuerpos extenuados de esos mismos miserables. La ropa usada cuenta su historia a quien quiera escucharla.
HONRADA SEPULTURA
¿Qué sería mejor?
¿Vivir en Estados Unidos
sin dominar un idioma
en esta selva de cosas
que le pertenecen a otros?
¿O estar frente a tu milpa
viendo morir
a cada uno de tus perros
con decencia?
Cuando se hace imposible construir una esperanza de futuro, los jóvenes se abandonan a la apuesta siempre estimulante de la violencia. Si no es posible establecer los parámetros de un “juego social” que contenga y represente las aspiraciones humanas, inevitablemente acabará por establecerse el “juego de la muerte”. El vacío es irrespirable, los pulmones necesitan aire en este mismo instante, y ante la ruina de la atmósfera no son posibles los autoengaños ni las medianías. Juguemos al único y definitivo juego de la supervivencia.
REGLAS DEL JUEGO
Había un poste de luz.
Contaba hasta treinta y todos se escondían.
Encontraba a los más lentos y pequeños,
por desgracia alguien escapaba,
tocaba el poste
y se disponía a gritar:
¡Liberen a todos mis amigos!
Me regresaba al lugar de inicio.
Volvía a contar.
Al pasar por estas calles,
veinticinco años después,
mis amigos siguen escondidos.
Centroamérica estrecha; Centroamérica sangre de dos océanos; Centroamérica esferas y navegantes, que en la voz de denuncia del hondureño Dennis Ávila, se mira al espejo brumoso de sus hijos en pie, como maizales.
Al sur de huracanes y muros y de administraciones Reagan, Centroamérica resiste.
ESTUDIOS SOCIALES
En tercer grado
nos enseñaros que Honduras
no tenía volcanes.
Para consuelo decían
que éramos el país
más montañoso de Centroamérica.
La fertilidad de nuestras tierras
vendría de otra parte,
no de la lava ni del flujo piroclástico
que arrasó la naturaleza
como si así
valdría la pena volver.
Al final no importó
que fueron nuestras montañas
las que nacieron ciegas.
Esta región del mundo
aprendió a vomitar para adentro.