Por NACHO CABANA
“Has escondido todo el mal que llevas dentro detrás de pensamientos positivos” le recrimina Clàudia (Laia Marull) a Roger (Pablo Derqui) en un momento de La danza de la venganza, el nuevo texto de Jordi Casanovas que hasta el 31 de marzo se representa en La Villaroel de Barcelona.
¿Qué hay agazapado detrás de lo que decimos y creemos que somos? ¿Es posible mantener siempre oculto y bajo control el yo que no queremos ver? ¿O éste acaba siempre, si no saliendo a la superficie por completo, sí condicionando las decisiones y conductas que, con el paso de los años configuran nuestras relaciones sentimentales? ¿Cada miembro de una pareja retroalimenta el monstruo que el otro lleva dentro sin poder evitarlo? Sea la locura o la violencia lo que intentamos mantener atado… ¿se transmiten estas a los hijos en una cadena que solo se rompe con la destrucción?
De todo esto habla Casanovas en un texto construido con precisión y dialogado con brillantez. No hay pretensión alguna de originalidad ni de ruptura formal. Como en las grandes obras de Mamet, Casanovas alterna la culpabilidad según lo reclama el arco evolutivo de los personajes. Aunque la mayor parte del tiempo, la responsabilidad del drama parece tenerla la conducta de Roger, son las autojustificaciones de éste las que van haciendo brotar lo que de detonante en el drama ha tenido Clàudia hasta que es esta quien desencadena la tragedia final; un doble giro en la historia digno de las temporadas buenas de House of cards.
Pablo Derqui permanece arriba desde el principio al final de la obra; modulando y matizando su interpretación desde el borde mismo del abismo a cuya llamada finalmente sucumbirá. Tenso y nervioso, su Roger genera inicialmente tanto rechazo (por ególatra y controlador) como empatía suscita su exesposa (por sacrificada y víctima) hasta que poco a poco nos vamos dando cuenta de que debajo de la autoindulgencia del varón late algo de verdad.
Laia Marull modula su Clàudia a partir de un arco emocional más amplio; del reproche coyuntural y conyugal pasa con soltura (a veces rápidamente, a veces con largos silencios) a la puñalada dialéctica primero pasiva y luego descarnada para acabar en la locura.
Extraordinario el trabajo de ambos actores como acertadísima es la dirección de Pere Riera que transforma en movimiento el duelo de venganzas y reproches que ofrece el texto. La mayor parte de la representación Roger y Clàudia permanecen alejados el uno del otro; se mueven por el decorado rectangular procurando no estar muy cerca para que los (contados) momentos en que se encuentran a una distancia íntima sean tan significativos como violentos.
La escenografía de Sebastià Brosa apuesta por colocar el escenario en el centro del teatro, con gradas a un lado y a otro, subrayando doblemente la posición vouyerista del espectador (no solo estamos viendo la implosión de una pareja que un día se pensó feliz para siempre sino también a otros espectadores como nosotros observándoles) y dándole al espectáculo un cierto toque pornográfico. Lástima que la visibilidad del rincón del decorado donde tiene lugar el final de la obra quede parcialmente oculto a ojos de los espectadores de una de las gradas por culpa de unos bancos utilizados previamente por los personajes pero que podrían haber estado perfectamente ubicados en otro lugar.
Convencional (como debe ser) el vestuario de Berta Riera y tan eficaces como discretos tanto los giros al rojo en la iluminación de Sylvia Kuchinov como el espacio sonoro ideado por Jordi Bonet.
La dansa de la venjança es una obra a evitar tanto en una primera cita como en una situación de crisi marital; un espectáculo excelente en el que lo único obvio es su título.
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