Así retrató Nietzsche a ese sabio que fue Epicuro: “Sí, me siento orgulloso de captar el carácter de Epicuro de modo diferente a como lo haría cualquier otro, y de gozar la felicidad vespertina de la antigüedad en todo cuanto oigo o leo de él: veo sus ojos contemplando un ancho y plateado mar, por encima de los acantilados de la orilla en los que se posa el sol, mientras pequeños y grandes animales retozan a su luz, tan seguros y serenos como esa luz y esa mirada. Sólo quien sufre constantemente ha podido inventar semejante felicidad, la felicidad de una mirada ante la cual se ha apaciguado el mar de la existencia, y que nunca se cansa de contemplar esa superficie, esa piel multicolor del océano delicada y estremecida: nunca hubo antes una voluptuosidad tan modesta” (La Gaya ciencia, 45). Si nos quedamos con este retrato, es porque atrapa bien lo que aquel filósofo griego fue: un hombre que hizo de la necesidad virtud, de la fragilidad de su cuerpo una forma de vida, de su enfermedad una gran salud. Y esto es algo que Nietzsche también tuvo que hacer, de ahí que el orgullo que manifiesta sea legítimo.
La forma que eligió Epicuro de habitarse, dando respuesta a su cuerpo, fue uno de los grandes pasos que dio la filosofía. Con él se devolvió la mirada a la tierra, al suelo, y al separarlo de los abstractos cielos de las ideas, el aquí y ahora se iluminó. Lo cotidiano tomó el centro y ya sólo importaba una respuesta: cómo habitarlo de la mejor manera, esto es, alcanzando la mayor cuota de felicidad posible. Lo humano, lo más propiamente humano, recuperó la voz, y ya sólo un principio era legítimo: buscar el placer y evitar el dolor.
Destilar de este principio una filosofía, no era fácil, porque para ello había que afinar muy bien el ojo y el oído intelectual. Pero también hacía falta valor, mucho valor, porque pronto Epicuro vio que en los dioses, en su creencia, habitaba una de las fuentes de dolor más generosas: miedo a sus castigos, a sus caprichos, a sus locuras. Desde ahora, los dioses existirían pero nada tendrían que ver con los hombres. Vivirían en un mundo muy lejano en el que sólo se dedicarían a su felicidad, sin importarles en absoluto lo que pasara en la Tierra. Pero aún quedaba un paso aún más importante: eliminar el miedo a la muerte. La respuesta que Epicuro encontró, todavía brilla en la historia del pensamiento: la muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquéllos no está y éstos ya no son.
Expulsados los dioses, desmentida la muerte, era el turno del placer: ¿cómo alcanzarlo, cómo llegar a través de él a la felicidad? El placer está a nuestro alcance, cerca, muy cerca, tanto que muchas veces no lo vemos. Habita el día a día, se esconde en los actos más sencillos: en una buena comida, en el cuerpo del prójimo, en la Naturaleza… pero sobre todo, en la amistad. Ella es la piedra angular de filosofía de Epicuro, y la mejor prueba nos la da su famoso jardín –los que saben, dicen que era un pequeño huerto. Porque, ¿qué era aquella comunidad que vivía a las afueras de Atenas, compartiendo su día a día, sino un grupo de amigos?
Epicuro cantó a la amistad, y convirtió su casa en un generador de la misma. Pero sobre todo, nos dejó eso que Nietzsche le reconoce: la prueba de que una voluptuosidad modesta es posible, una forma de vivir marcada por la ligereza y la libertad, por la capacidad de distinguir entre los necesario y lo decorativo, por hacer del cuerpo, de lo que éste es capaz, una alegría constante. Y si tenemos que elegir una sola de sus frases como síntesis de su filosofía, no dudamos en quedarnos con esta: “Reboso de placer en el cuerpo cuando dispongo de pan y agua. Y escupo sobre los placeres de la abundancia, no por sí mismos, sino por las molestias que les siguen”.