Por NACHO CABANA
¿Pueden ser el dolor y el amor las dos caras del mismo sentimiento? ¿Puede el dolor salvar al amor más allá de la supervivencia del segundo? ¿Tiene derecho Europa a celebrar la victoria sobre el horror, olvidando que ha sido generado en su seno? ¿Puede la esperanza pasar de ser la mayor de las torturas a convertirse en sacrificio y salvadora expiación?
Estas son algunas de las preguntas que Marguerite Duras se hizo en una serie de cuadernos redactados durante la Segunda guerra mundial y encontrados, reelaborados a mediados de los 70 y publicados en 1985. Se trata del relato de la espera desesperada de una mujer en los últimos momentos de la contienda, cuando los aliados ya están liberando los campos de concentración y a la angustiosa incertidumbre de haber perdido al ser amado se suma la de haber sucedido en los momentos previos o durante el final del horror.
Un dolor que preside cada hora, cada rutina, cada relación. Comprobar cada día los nombres de los que regresan, casi como muertos vivientes, a París y tener que registrar su identidad para comunicársela a los que, como ella, esperan el milagro.
Se trata El dolor, por tanto, de un texto no originariamente teatral que se presta a varias interpretaciones actuales (no está tan lejos la Francia de Charles de Gaulle de la Europa que aplaude las Olimpiadas de Putin después de que éste ayude a Al Assad a gasear al pueblo sirio) pero la versión y dirección de Lurdes Barba deja éstas en el subtexto original, recayendo en el espectador la responsabilidad de extrapolarlo al presente.
En su lugar, Barba convierte los manuscritos de Duras en un estremecedor monólogo al que Ariadna Gil presta voz y cuerpo manteniendo ambos permanentemente al filo del abismo; modulando y dosificando el desgarro, el relato y el dolor que todo lo preside. Es descomunal el trabajo que hace la actriz; toda la parte final del espectáculo (cuando narra la recuperación de Robert, la expulsión del horror y la oscuridad del cuerpo de éste, el final de su amor y el reconocimiento/confirmación de que la constancia de ella en la negación del olvido ha sido la causa de la salvación de él) configura un gran ejercicio de sabiduría interpretativa.
Barba confía la puesta en escena a un decorado semicircular con fugas a derecha e izquierda sobre el que, en varios momentos de la representación, se proyecta un mapping de imágenes que lo cubren por completo con la excepción de un gran rectángulo y dos aberturas que, a modo de ventanas, parecen simbolizar la esperanza de la protagonista.
Siendo muy eficaces, no son estos audiovisuales de Adolf Alcañiz lo más impactante del montaje sino el momento en el que se sincronizan unos golpes de luz con las inflexiones de voz de Ariadna Gil, brillante hallazgo para subrayar un pasaje determinado que podría haberse utilizado alguna vez más durante el espectáculo.
Termina con El dolor (y Kind de Peeping Tom en la sala gran) la temporada 2018/2019 del Teatro Nacional de Catalunya. Están hasta el domingo; aprovechen y llénense de ideas antes de abandonarse al liviano verano.
