Apareció en una carpeta polvorienta. Allí estábamos, retando a la cámara con toda la osadía de los dieciséis subrayada por la ropa breve del verano. En plena oleada de nostalgia me lancé a Facebook y fui tecleando nombres. Salva no apareció, Andrea ni contestó, Julio tardó unos días. El mensaje de Natalia revivió en mí el sabor de sus labios, los primeros que marcaron mi piel y mi memoria; el vacío que sentí cuando emigró con sus padres a Francia; el regusto amargo de mis interminables cartas que nunca respondió.
Vivía en Burdeos, pero dijo que siempre volvía en agosto. Quedamos en el Náutico, aún abierto, sólo que más viejo, destartalado y triste, como nosotros mismos. Pronto las manos y las bocas se nos fueron en busca de nuestra adolescencia. Acabamos en su apartamento de la playa, y confirmamos que los relojes no avanzan hacia atrás. Mientras la esperaba en el salón para llevarla a tomar la copa de despedida y cierre me entretuve mirando fotos en los estantes. De golpe me pararon en seco mi propia mirada azul y mi pelo rebelde enmarcados en plata. Oí la voz de Natalia: “Mientras fui menor mis padres me prohibieron decírtelo. Luego ya para qué. También se llama Pablo. Ahí tenía dieciséis”.
Qué importante es el título. Me gusta mucho como sitúas toda la escena y cómo hablas del paso del tiempo. Ahora, vaya palo para Pablo padre.
Un abrazo, Ana.
Muchas gracias, Miguelángel. Me alegro de que te haya gustado.